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lunes, 17 de diciembre de 2012

Leyendo el Quijote. 1ª Parte. Capítulo 46


Capítulo 46: De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero don Quijote
 
Como recordaréis, dejamos a nuestro caballero envuelto en una nueva discusión (cómo no!) y a los cuadrilleros de la Santa Hermandad  dispuestos a llevárselo preso si no fuera por la intercesión del cura, que les demostró fehacientemente (aunque le costó bastante) que era inútil llevarse a un loco como él, pues no había justicia alguna que pudiera aplicarse a alguien en tal situación.
 
El caso es que
Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y fueron árbitros della, de tal modo, que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos, en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales; y el barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni por siempre jamás, amén.
 
Aún quedaban otras cuestiones que solucionar, como era el que don Luís de ningún modo estaba dispuesto a regresar a su casa. Todo se fue apaciguando y aclarando, de modo que pareción volver la paz a la venta, si no fuera porque el ventero había visto cómo el cura pagaba al barbero y quería (y en realidad era justo) que se le recompensara por los odres de vino y otros daños que don Quijote le había ocasionado
 
Todo lo apaciguó el cura y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego,
 
Pero conociendo a don Quijote ya sabemos que esto no podía durar, y así, viendo que las cosas se tranquilizaban, decidió que era el momento adecuado para proseguir con su aventura y restaurar a la princesa Micomicona en su reino:
 
La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro. Y pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrén de la reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y vamos de aquí luego al punto.
 
Responde Sancho dudando que la historia de la tal princesa sea cierta, ya que la había visto  
hocicando (besándose) con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta. Y el caso es que tenía razón, pues no podían evitar los enamorados esas muestras de cariño entre ellos, aunque intentaban hacerlas a escondidas. No obstante, le pareció mal a nuestro caballero semejante grosería y no se privó de decirlo:
 
¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete, no parezcas delante de mi, so pena de mi ira!
Y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgará que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara, y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor.
 
Quiso poner paz entre ellos la misma Dorotea, atribuyendo a "cosas de encantamiento" el que Sancho hubiera creído ver esos hechos, y ante semejante afirmación, don Quijote, creyéndolo "a pies juntillas" (luego os explico esta expresión) no sólo se mostró dispuesto a perdonarle sino que le mandó llamar. Estuvo conforme Sancho con que podían ser cosas de magos malvados, aunque recordase todavía el dolor de su manteamiento en aquella misma venta, que fue totalmente real.

 El caso es que volvieron las aguas a su cauce y elaborando una nueva estratagema para evitar nuevos lances,
 

 
 hicieron una como jaula, de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote, y luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos, por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto.
 
Y convenciéndole como si de apariciones se tratase, consintió nuestro caballero en entrar en semejante jaula y dejarse llevar...
¡Seguimos!