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domingo, 14 de julio de 2013

Salón de lectura.- "La hija del caníbal" de Rosa Montero.


Puedo afirmar sin ninguna duda que el artista (el músico, el cantante, el pintor, el arquitecto, el alfarero... y todos los que quieran recordar) y, en este caso concreto, el escritor -la escritora- nacen con ese don... Si no lo tienen, ná q'asé, que dirían más abajo de Despeñaperros . Pero es que además, se hace, tiene que hacerse para pulir ese don y conseguir algo bueno. Y se lo dice a Udes. alguien que lleva casi tres años (eso, si no incluimos que la idea empezó en mi adolescencia con un relato que escribí a mano en unas páginas mecanografiadas por detrás para aprovechar el papel -aún no se llamaba reciclaje, más bien tacañería; pero lo era, seguro que sí-) que rescaté y que intento convertir en una novela decente.

¿Qué a qué llamo "decente"? No me lo pregunten: no lo sé. Supongo que estará lista cuando me vea conforme con ella en fondo y forma.

Bien, perdonen la digresión. Decía que el artista se hace, y que el acto de escribir no es tan sencillo como tener una idea y plasmarla en un papel. Y lo digo porque esta novela, "La hija del caníbal",  (debo reconocer que solo he caído ahora, al releerla, porque la primera vez 'pasé' de ello) empieza ya en el prólogo a tener interés. Y es que de repente Rosa te cuenta, como quien no hace la cosa, que para crear las memorias del anciano personaje compañero de la protagonista, de mote -taurino y guerrero- Fortuna, ha leído ni más ni menos que diez libros y un artículo. Lean, lean y cuenten por si he puesto de menos, porque de más, seguro que no.

Y es que así es como se hace una novela: con trabajo y esfuerzo.

Dicho esto, y añadiendo, como de pasada, la pasmosa facilidad con que Rosa Montero nos recrea biografías, ya sea en "La ridícula idea de no volver a verte", que ya comenté, como en "El amor de mi vida" y otros, que ya comentaré, vamos a la razón de esta reseña: "La hija del caníbal".

Lucía Romero, escritora, se va de viaje a Viena con su esposo, Ramón, y éste desaparece en los urinarios del aeropuerto momentos antes de la salida. Aunque llama a la policía, se embarca o se ve obligada a embarcarse, en una sucesión de imprevistos y sucesos propios de novela negra que se ven aderezados por la brusca irrupción (intromisión) en su vida, de unos vecinos: un hombre demasiado joven para sus efectos y afectos, Adrián, y otro demasiado mayor , el octogenario Félix, apodado Fortuna o Fortunita, según el caso.

Pero no, ese puede ser el resumen del argumento, sí, pero no es eso lo que quiero plasmar aquí: sería demasiado superficial.

Quiero hablar de sensaciones, de conclusiones, de actos de la vida en los que me he visto reflejada y de remordimientos, prejuicios y formas de actuar en los que también... ¿Y cómo, si de ninguna manera me he visto envuelta en algo ni tan siquiera parecido? Pues en la riqueza y finura de matices y reflexiones de la protagonista, que unas veces en primera persona y otras en tercera, nos va acercando a una mujer absolutamente normal, anodina a veces, creativa en otras, despectiva, amorosa, pedante, tonta, inteligente... eso, una mujer normal, con la que no parece difícil identificarse. Y es que estoy de acuerdo cuando dice:

La vida, como diría Adrián, uno de los personajes de este libro, está llena de extrañas coincidencias.

Con finos rasgos humorísticos que me han hecho sonreír y hasta soltar la carcajada en ocasiones:

¿pero no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos?

(...) antes de que las cosas pudieran aclararse el Caníbal ya había recibido un par de guantazos. Terminamos todos en comisaría. Creo que el Caníbal no me ha perdonado aquello todavía, aunque después se pasó muchos años repitiendo: «Esta chica ha salido como yo, va a ser actriz.» Pero también en eso se equivocó.

(...) De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas (...) 

Cáustica y dura en otras y hasta cruel, diría yo, en descripciones como -sin ir más lejos- las del principio, al hablar de las viejas viajeras, zascandiles, supersónicas,(...) ancianas volanderas en el aeropuerto; descrita una de ellas:
encajada en su silla (de ruedas) como una ostra en su concha y era una pizca de persona, una mínima momia de boca desdentada y ojos encapotados por el velo lluvioso de la edad.

E intercaladas a lo largo de la obra:

(...) pierde de repente a su marido en los urinarios de un aeropuerto y no tiene a nadie a quien recurrir. Qué drama tan ridículo, qué lugar tan desairado el de las mujeres abandonadas, viudas sin viudez, hembras que se desesperan esperando.

(...) cogí el teléfono y tecleé el primer número, que además se repetía varias veces:
—Hola, amor... Te estaba esperando... Estoy desnuda, y me he pintado los pezones de rojo para ti... —susurró una voz rasposa al otro lado.
Eran teléfonos eróticos. Ramón tenía un móvil clandestino para que le dijeran guarradas al oído.(...)


O reflexiones acerca de la vida del matrimonio:
 
Creo que esos momentos de ternura y compenetración (su juego protector encajando como en un rompecabezas con mi miedo) fueron lo más cercano a la pasión que Ramón y yo hemos vivido.

(La última vez que Ramón me había dicho «te quiero mucho» fue cuando le operaron del apéndice.)

Ahora comprendía por qué no me había separado de mi marido: aunque me aburriera con él, aunque me exasperara, Ramón era el aliento animal de mi guarida, el cobijo elemental del otro de tu especie, unos ojos que te ven y una presencia cómplice frente al terror de la intemperie, frente a ese mundo exterior lleno de tormentas, violentos huracanes y cataclismos.

De la mujer:

Lucía callaba demasiado, consentía demasiado, asentía demasiado; era asquerosamente femenina en su silencio público, mientras por dentro la frustración rugía. Lucía envidiaba a aquellas mujeres capaces de imponerse y de pelearse dialécticamente en el espacio exterior, siempre tan desolado. Como Rosa Montero, la escritora de color originaria de la Guinea española: era un tanto marisabidilla y a veces una autoritaria y una chillona, pero abría la boca la tal Rosa Montero (dientes deslumbrantes en su rostro redondo de luna negra) y la gente callaba y la escuchaba. Lucía hubiera deseado ser así, un poquito más animosa y más segura.

De la pérdida de atractivo:

(...) yo me teñía las canas de la cabeza, y me daba cremas reafirmantes en el pecho, y tenía celulitis en las nalgas, y por las noches, encerrada a cal y canto en el cuarto de baño, me quitaba los malditos dientes para lavarlos. ¿Alguna miseria más? Pues sí: manchitas en el dorso de las manos, el interior de los brazos pendulante, arrugas insufribles en el morro, las mejillas alicaídas y apagadas.

Y por si fuera poco lo dicho para demostrar que la novela no tiene desperdicio, los intervalos de acercamiento a la figura del anarquista, del anarquismo, y particularmente, de Durruti, personaje tan admirado por mi padre, que mientras le leía "Un millón de muertos" de José Mª. Gironella (tras la lectura, claro está, de "Los cipreses creen en Dios") escuchaba e iba intercalando comentarios, recordando anécdotas de sus propias vivencias durante la Guerra Civil española y esperaba con impaciencia que llegara el momento en que se hablara de él.

Como la propia Rosa Montero reconoce en sus escritos, tal vez haya páginas que se pudieran borrar de un plumazo sin que la historia perdiera -acaso, tal vez ganara- ritmo e interés. Es cierto. Pero les aseguro que no es mi admiración por la autora la que me lleva a decirles, tras esta segunda lectura (habrá más, seguro, porque las situaciones anímicas del lector nos llevan a obtener conclusiones distintas, a fijarnos en detalles no observados anteriormente que, cuando una obra nos gusta, nos lleva a releerla pasado un tiempo) que la obra es muy agradable e instructiva, y que el acercarse a ella será una sabia decisión.

lunes, 1 de julio de 2013

Apoyo en vuestros trabajos y estudios: mariannavarro.net

 
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miércoles, 26 de junio de 2013

Expresiones comentadas: 103- "Haciendo el paripé"

Una expresión bastante frecuente cuando decimos que alguien hace las cosas por aparentar, por disimular, para que los demás crean que hace algo cuando en realidad no es así.

Entonces, por ejemplo, hace el paripé un profesor que no enseña, un político prometiendo lo que no va a cumplir, alguien que está disimulando, una persona que se muestra enfadada o afectada sin estarlo, solo por llamar la atención...

El caso es que somos conscientes de la falsedad y, según la confianza que tengamos, podemos decirle directamente: ¡deja de hacer el paripé!, o comentar con otros: está haciendo el paripé.

¿Y qué es el paripé? ¿De dónde viene?

¿Ya lo habéis pensado? ¡Claro! Recurrimos a nuestro amigo el diccionario:

paripé. (Del caló(1) paruipén, cambio, trueque).

1. m. coloq. Fingimiento, simulación o acto hipócrita.
hacer el ~.
1. loc. verb. coloq. Presumir, darse tono.
 
Y ya lo tenemos claro: el "paruipén" es el rito de la compraventa, del regateo en el mercado tradicional  propio de buhoneros(2) y chamarileros(3), del "dar gato por liebre" y hacer pasar como bueno algo que no lo es.
 
Interesante el descubrir estas relaciones en el origen de nuestras frases hechas ¿verdad? 
 
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.
 
(1) caló. (Del caló caló, negro). 1. m. Lenguaje de los gitanos españoles.
 
(2) buhonero, ra. (Del ant. buhón, este de bufón1, y este de la onomat. buff, expresiva de la palabrería del buhonero para ensalzar su mercancía).
1. m. y f. Persona que lleva o vende cosas de buhonería.
2. m. y f. Ven. Vendedor ambulante.
 
(3) chamarilero, ra. (Etimología -origen- discutida, quizá del antiguo chambariles, instrumentos de zapatero).
1. m. y f. Persona que se dedica a comprar y vender objetos de lance y trastos viejos.
 

 

lunes, 24 de junio de 2013

¡Qué solos se quedan los vivos!. Crónica de una despedida (2)


Está rabioso con el destino que le ha tratado tan mal,  que le ha dejado sin su apoyo, sin mamá, y teniendo que depender de nosotros casi para todo. Por ello durante todo el viaje, llorando unas veces, riendo otras, emocionado siempre... no paró de hablar de ella, de sus recuerdos, de sus ilusiones, de sus momentos compartidos. Y yo escuchaba en silencio, compartiendo. Recordando cosas ya sabidas, descubriendo otras, corroborando la certeza de ese amor, peculiar y a veces aborrecible para mí (recordando la imagen de la mujer sumisa sometida al esposo) y, al mismo tiempo, envidiando el no haberlo podido tener, sufriendo en mí misma las consecuencias de una pareja rota.

  Llegamos al pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante, cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”. Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:

- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que puedes, mira mucho por nosotros”.

Y rezó, moviendo los labios pero en silencio, mirando sin ver en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos apretadas a la reja.

 Yo no podía rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia interfiere en una íntima escena de amor.

Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su lazarillo.

  Entramos de nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino al pueblo musitó:
 
 - "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
 
 -         ¡Qué solos se quedan los vivos!, pensé yo.

  Fuimos a ver a los amigos que nos ofrecían albergue por esa noche. Inevitable hablar de mamá. Era su pueblo, su gente. Cumpliendo su deseo de reposar en su tierra, junto a sus padres, la llevamos allí. No habíamos vuelto desde ese día. El pueblo entero que conoció la noticia estuvo allí. Su pueblo, su gente. También nuestro por ser de ella. Sabiendo que cada saludo era a su vez una despedida. Sabiendo que vendiendo la casa cortábamos todo vínculo. Pero la casa ya no tiene sentido sin ella.

 Pasamos a verla. Se lo pedí yo. No quise entrar y verla vacía. Pero quería despedirme de "mi playiya”, donde tantas cosas se guardan de mi  adolescencia, de juegos con mis hijos, de estancias plagadas de amorosos detalles en los que ella nos preparaba aquellos platos que sabía que nos gustaban, en que me dejaba dormir lo que quisiera y descargarme de tareas  

 - “Descansa, que eres dormilona. Échate una siesta. No te preocupes, ya lo hago yo”.

 Al día siguiente, antes de las 9, hora de apertura del cementerio según constaba en el tablón, estábamos de nuevo ante la verja, ya abierta de par en par. Guié a papá ante la lápida y esta vez –quizás, si se dio cuenta, no lo entendió; aunque no me pidió explicación- le dejé solo... Me aparté unos pasos recordando imágenes de mamá y de ellos dos juntos, con el corazón oprimido por algo indefinible que no quise manifestar para no incrementar su dolor.

 Escenas que se quedan grabadas una vez que ya tienes “luces” para entenderlo. Como ese día, después de una comida familiar, en el que estábamos sentados ante la televisión en el cuarto de estar. Papá extiende la mano y toca la de mi madre.
 
– Tienes las manos frías.
 
Al no haber contestación -“¿Está dormida?”-, pregunta. Y al responderle que sí, se levanta y vuelve al cabo de un momento con una bata para taparla con un  mimo y un cuidado que sólo el verdadero cariño provoca…

 De nuevo un "¡Vamos!" y un "Adiós, chiquitica" dirigido en dirección a los nichos, mientras se agarraba de mi brazo.

  Y así iniciamos el viaje hacia donde nos esperaban el comprador y el notario: un pueblo cercano  donde papá vivió con sus padres y hermanos hasta que “voló” para seguir su carrera y formó su nueva familia cuando se casó. Yo, por el camino, solo escuchaba lo que él quería contar... era "su" viaje, su despedida, su duelo. Iba dispuesta a retrasar el regreso un día más para que pudiera descansar. Pero una vez terminados los trámites quería volver "a casa" y retomamos el viaje de vuelta, repleto una vez más de anécdotas de nuestra niñez, de su noviazgo, nuestros nacimientos, de canciones que a ella le gustaban... de poemas que él le hizo y que me quería cantar y recitar, pero que eran interrumpidos por los sollozos.

 Cuando le dejé en casa de mi hermana y mi cuñado -con quienes vive cotidianamente aunque pasa temporadas con nosotros- , y se fue a acostar (después de besarme y darme las gracias), volví a mi casa. Nada pude repasar... tal era el cansancio que sentía. Apenas comenté un par de cosas con mis hijos y me fui a dormir.

 Ha sido al día siguiente, cuando escribí un boceto del relato, y ahora, en que he necesitado este desahogo porque se encuentra mal y nos preocupa su estado, cuando se me ha venido encima toda la carga emocional...

  Agradezco la oportunidad de este viaje. Agradezco haber podido compartir tan íntimamente tantas horas con papá. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde niña. A quien he admirado, respetado y querido no sólo por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su hambre de cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá y a sus hijos... por tantas y tantas cosas compartidas con él.

 Pasado un tiempo le leí el esbozo: Se emocionó. Quería que supiera que le quiero, y que llegado el momento de tener que decirle adiós no pasara como con mi madre, a la que tantas cosas hubiera querido decir y no pude.

 Papá, espero haber podido transmitírtelo y lo lleves contigo como ya lo llevo yo.

 A él va dedicado este relato. Ahora tiene 84 años. 

Madrid, a 6 de Marzo de 2010.

           El viaje se hizo en 2006. Murió en mi casa, dormido, justo en la misma fecha del escrito, dos años después. Pudo saber lo que le quería, con hechos y palabras, y eso me reconforta.