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lunes, 26 de noviembre de 2012

Leyendo el Quijote. 1ª parte. Capítulo 45.

Capítulo cuadragésimo quinto:  Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad .
 
Veíamos en el capítulo precedente cómo las versiones sobre la bacía o yelmo de Mambrino ("baciyelmo" lo llama Sancho, muy acertadamente) eran bien distintas según las dieran nuestros protagonistas o su anterior propietario.
 
Esa diferencia obliga a los allí presentes a dar su opinión, y no desaprovecha el barbero la ocasión para reírse del hecho y, de paso, ganarse un poco más la confianza de Don Quijote, al que, como sabemos, querían hacer retornar a su casa. El caso es que comenta: Y así, y tras apoyar
 
-Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.
-No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad (...)
 
Y así, y tras apoyar dichas palabras todos los que estaban en el complot (cura, Cardenio, ...) y las conclusiones a las que llega Don Quijote sobre los extraordinarios  sucesos que ocurren en ese castillo, dejan al pobre barbero en un estado de confusión tal que ya no sabe si es él quien no rige o se ha encontrado entre un grupo de personas que consideraba respetables y son a cual más loco.
 
Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, (...)
 
Estos que no entendían nada no pueden evitar el intentar mediar en lo que allí se discutía y, naturalmente, lo único que consiguen es liar aún más la insensata situación, aumentando las risas de los que sabían de la locura "quijoteril" y desconcertándoles aún más la airada reacción de nuestro caballero. ¡Vaya que si se lió!:
 
El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada, que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerno con ellos muy a su sabor; el ventero tomó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad; de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria a don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante, y así dijo, con voz que atronaba la venta:
-Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida.
 
En fin el más loco de todos fue el que vino a traer la paz y la cosas se apaciguaron, volviendo las aguas a su cauce. Pero no era cuestión de desaprovechar la ocasión, por lo que deciden presentar a Don Quijote a la Santa Hermandad, una excusa como otra cualquiera para terminar ya de devolverle a su casa, atado y encantado por una razón suficientemente fuerte para nuestro protagonista, que a pesar de todo aún exclama, indignado:
 
(...) decidme: ¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay ejecutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
 
¡Seguimos!
 
 
 
 
 

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Leyendo el "Quijote". 1ª parte. Capítulo 37. Fernando y Luscinda

Capítulo trigesimoséptimo: 
Donde se prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras

Como veíamos, llegan a la Venta personajes muy importantes para la continuación y desenlace de las dos aventuras con las que nuestros protagonistas se encontraron en Sierra Morena. Y es que los recién llegados son precisamente quienes motivaron que tanto Cardenio como Dorotea (capítulo 29) decidieran aislarse y "perderse" por dicha sierra.

Si repasamos los capítulos 24 y 28 podremos recordar lo que ellos mismos contaron.

El caso es que quienes llegaron eran Fernando y Luscinda, que con su escapada habían destrozado los corazones de quienes ahora ayudaban al barbero y al cura a conseguir el regreso a casa de Don Quijote.

Al parecer, y tras los sustos de rigor, todo sirvió para "volver las aguas a su cauce" y deciden mantener en el engaño a Don Quijote hasta verle recogido en su casa nuevamente.

Pero Sancho andaba "como alma que lleva el diablo" viendo que se iban al traste todas sus esperanzas de verse algún día como gobernador de la ínsula tan largo tiempo prometida. Así intenta hacérselo ver a su amo: nada de gigante con cabeza cortada... nada de princesa Micomicona...

Al pobre hombre los desengaños le tenían apesadumbrado y mohíno y aún era peor por el hecho de que cuanto más se empeñaba él en hacerle ver la verdad a su amo, más se preocupaban los demás en mantenerle en el engaño hasta el punto de llegar a tildarle de mentiroso y causar así la ira de su señor.



El caso es que a todos los efectos Dorotea siguió siendo la princesa Micomicona y el engaño siguió adelante, ahora con la colaboración de los recién llegados.

Pero esta complicación no parece suficiente a nuestro autor, ya que lo complica aún más con la llegada de dos nuevos personajes:

pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros, porque venia vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le atravesaba el pecho. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida, cubierto el rostro, con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los pies la cubría.

Y nos encontramos con un nuevo ingrediente que da todavía más interés a nuestra historia. Sin embargo, no es lo más importante en este capítulo, ya que todo queda aplazado debido al impresionante discurso que "sobre las armas y las letras" hace Don Quijote. Tan importante, que merece un nuevo capítulo.

¡Seguimos!