Capítulo cuadragésimo quinto: Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad .
Veíamos en el capítulo precedente cómo las versiones sobre la bacía o yelmo de Mambrino ("baciyelmo" lo llama Sancho, muy acertadamente) eran bien distintas según las dieran nuestros protagonistas o su anterior propietario.
Esa diferencia obliga a los allí presentes a dar su opinión, y no desaprovecha el barbero la ocasión para reírse del hecho y, de paso, ganarse un poco más la confianza de Don Quijote, al que, como sabemos, querían hacer retornar a su casa. El caso es que comenta: Y así, y tras apoyar
-Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.
-No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad (...)
Y así, y tras apoyar dichas palabras todos los que estaban en el complot (cura, Cardenio, ...) y las conclusiones a las que llega Don Quijote sobre los extraordinarios sucesos que ocurren en ese castillo, dejan al pobre barbero en un estado de confusión tal que ya no sabe si es él quien no rige o se ha encontrado entre un grupo de personas que consideraba respetables y son a cual más loco.
Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, (...)
Estos que no entendían nada no pueden evitar el intentar mediar en lo que allí se discutía y, naturalmente, lo único que consiguen es liar aún más la insensata situación, aumentando las risas de los que sabían de la locura "quijoteril" y desconcertándoles aún más la airada reacción de nuestro caballero. ¡Vaya que si se lió!:
El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada, que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerno con ellos muy a su sabor; el ventero tomó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad; de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria a don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante, y así dijo, con voz que atronaba la venta:
-Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida.
En fin el más loco de todos fue el que vino a traer la paz y la cosas se apaciguaron, volviendo las aguas a su cauce. Pero no era cuestión de desaprovechar la ocasión, por lo que deciden presentar a Don Quijote a la Santa Hermandad, una excusa como otra cualquiera para terminar ya de devolverle a su casa, atado y encantado por una razón suficientemente fuerte para nuestro protagonista, que a pesar de todo aún exclama, indignado:
(...) decidme: ¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay ejecutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
¡Seguimos!