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lunes, 24 de junio de 2013

¡Qué solos se quedan los vivos!. Crónica de una despedida (2)


Está rabioso con el destino que le ha tratado tan mal,  que le ha dejado sin su apoyo, sin mamá, y teniendo que depender de nosotros casi para todo. Por ello durante todo el viaje, llorando unas veces, riendo otras, emocionado siempre... no paró de hablar de ella, de sus recuerdos, de sus ilusiones, de sus momentos compartidos. Y yo escuchaba en silencio, compartiendo. Recordando cosas ya sabidas, descubriendo otras, corroborando la certeza de ese amor, peculiar y a veces aborrecible para mí (recordando la imagen de la mujer sumisa sometida al esposo) y, al mismo tiempo, envidiando el no haberlo podido tener, sufriendo en mí misma las consecuencias de una pareja rota.

  Llegamos al pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante, cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”. Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:

- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que puedes, mira mucho por nosotros”.

Y rezó, moviendo los labios pero en silencio, mirando sin ver en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos apretadas a la reja.

 Yo no podía rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia interfiere en una íntima escena de amor.

Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su lazarillo.

  Entramos de nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino al pueblo musitó:
 
 - "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
 
 -         ¡Qué solos se quedan los vivos!, pensé yo.

  Fuimos a ver a los amigos que nos ofrecían albergue por esa noche. Inevitable hablar de mamá. Era su pueblo, su gente. Cumpliendo su deseo de reposar en su tierra, junto a sus padres, la llevamos allí. No habíamos vuelto desde ese día. El pueblo entero que conoció la noticia estuvo allí. Su pueblo, su gente. También nuestro por ser de ella. Sabiendo que cada saludo era a su vez una despedida. Sabiendo que vendiendo la casa cortábamos todo vínculo. Pero la casa ya no tiene sentido sin ella.

 Pasamos a verla. Se lo pedí yo. No quise entrar y verla vacía. Pero quería despedirme de "mi playiya”, donde tantas cosas se guardan de mi  adolescencia, de juegos con mis hijos, de estancias plagadas de amorosos detalles en los que ella nos preparaba aquellos platos que sabía que nos gustaban, en que me dejaba dormir lo que quisiera y descargarme de tareas  

 - “Descansa, que eres dormilona. Échate una siesta. No te preocupes, ya lo hago yo”.

 Al día siguiente, antes de las 9, hora de apertura del cementerio según constaba en el tablón, estábamos de nuevo ante la verja, ya abierta de par en par. Guié a papá ante la lápida y esta vez –quizás, si se dio cuenta, no lo entendió; aunque no me pidió explicación- le dejé solo... Me aparté unos pasos recordando imágenes de mamá y de ellos dos juntos, con el corazón oprimido por algo indefinible que no quise manifestar para no incrementar su dolor.

 Escenas que se quedan grabadas una vez que ya tienes “luces” para entenderlo. Como ese día, después de una comida familiar, en el que estábamos sentados ante la televisión en el cuarto de estar. Papá extiende la mano y toca la de mi madre.
 
– Tienes las manos frías.
 
Al no haber contestación -“¿Está dormida?”-, pregunta. Y al responderle que sí, se levanta y vuelve al cabo de un momento con una bata para taparla con un  mimo y un cuidado que sólo el verdadero cariño provoca…

 De nuevo un "¡Vamos!" y un "Adiós, chiquitica" dirigido en dirección a los nichos, mientras se agarraba de mi brazo.

  Y así iniciamos el viaje hacia donde nos esperaban el comprador y el notario: un pueblo cercano  donde papá vivió con sus padres y hermanos hasta que “voló” para seguir su carrera y formó su nueva familia cuando se casó. Yo, por el camino, solo escuchaba lo que él quería contar... era "su" viaje, su despedida, su duelo. Iba dispuesta a retrasar el regreso un día más para que pudiera descansar. Pero una vez terminados los trámites quería volver "a casa" y retomamos el viaje de vuelta, repleto una vez más de anécdotas de nuestra niñez, de su noviazgo, nuestros nacimientos, de canciones que a ella le gustaban... de poemas que él le hizo y que me quería cantar y recitar, pero que eran interrumpidos por los sollozos.

 Cuando le dejé en casa de mi hermana y mi cuñado -con quienes vive cotidianamente aunque pasa temporadas con nosotros- , y se fue a acostar (después de besarme y darme las gracias), volví a mi casa. Nada pude repasar... tal era el cansancio que sentía. Apenas comenté un par de cosas con mis hijos y me fui a dormir.

 Ha sido al día siguiente, cuando escribí un boceto del relato, y ahora, en que he necesitado este desahogo porque se encuentra mal y nos preocupa su estado, cuando se me ha venido encima toda la carga emocional...

  Agradezco la oportunidad de este viaje. Agradezco haber podido compartir tan íntimamente tantas horas con papá. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde niña. A quien he admirado, respetado y querido no sólo por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su hambre de cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá y a sus hijos... por tantas y tantas cosas compartidas con él.

 Pasado un tiempo le leí el esbozo: Se emocionó. Quería que supiera que le quiero, y que llegado el momento de tener que decirle adiós no pasara como con mi madre, a la que tantas cosas hubiera querido decir y no pude.

 Papá, espero haber podido transmitírtelo y lo lleves contigo como ya lo llevo yo.

 A él va dedicado este relato. Ahora tiene 84 años. 

Madrid, a 6 de Marzo de 2010.

           El viaje se hizo en 2006. Murió en mi casa, dormido, justo en la misma fecha del escrito, dos años después. Pudo saber lo que le quería, con hechos y palabras, y eso me reconforta.

¡Qué solos se quedan los vivos!: Crónica de una despedida.(1)

Así titulé el escrito que dediqué a mi padre, del que integro un párrafo dentro del comentario a "La ridícula idea de no volver a verte", de Rosa Montero. Creo que es de honor compartirlo en su totalidad, imagino que por su extensión ocupará varias entradas. Pretendía ser un desahogo íntimo (muchas veces, escribir ayuda a expulsar sentimientos que te ahogan y que por diversos motivos no sabes expresar de otro modo). Así que aquí queda este homenaje a ti, papá. Allá donde estés, sigues aquí. Te quise y te quiero mucho.

Tiene 78 años, y el pelo blanco, muy blanco. Los ojos blanquecinos por la catarata que no vale la pena operar. Llegaron a meterle en quirófano, pero una vez allí, y ya dormido, el oftalmólogo vio tan dañados los ojos que no quiso tocarlo. Una prueba más en la vida, otra ilusión perdida… ¡con lo que le costó tomar la decisión de operarse!. Cuenta que una bomba en la guerra civil, cuando él tenía tan solo 10 años, explotó tan cerca que le provocó un derrame.

Nunca quisieron hablar de ello. Retazos de conversaciones, comentarios aquí y allá fueron reconstruyendo esa terrible época. 
 
 ¡Dichosa guerra!. Ocho hermanos, siete varones y una chica, quedaron solos con su madre, casi en la calle. Hasta los colchones les quitaron. A la llegada de los “nacionales” (les había tocado en zona “roja”, sin saber por qué -como a tantos y tantos españoles que de repente eran enemigos de guerra por culpa de una imaginaria línea divisoria-, acusaron a su padre, mi abuelo, que aparece en la foto de boda de papá y mamá con un parecido impresionante a la apariencia que tiene su hijo ahora (cara diminuta de tan enjuta, rapado pelo blanco al estilo militar, erguido, esbelto aun a su edad y con una orgullosa sonrisa de dientes postizos -o sin dientes, quizás- y de hombre “bueno” en el sentido machadiano), le acusaron, digo, de no-sé-qué-historias por ser carabinero y acabó en la cárcel mientras que sus hijos y su mujer comían cáscara de patatas y guisos, naturalmente, sin aceite. 
 
 Anécdotas que la pátina del tiempo se encarga de suavizar y comentarios que ayudan a saber lo inmisericorde que puede llegar a ser una guerra. Recuerdo que un día mamá olvidó poner aceite en un guiso y papá le comentó: “Sabe igual que el que hacía mi madre”. Y entonces fue cuando se dio cuenta del ingrediente que faltaba, comentando luego: “claro, qué aceite iba a poner la pobre mía…”.
Nunca vio bien. Sus gafas de “culo de vaso” con esos círculos concéntricos que hacían ver unos ojos  diminutos en el centro, han ido con él siempre. Así le recuerdo desde niña. La pérdida gradual de visión, el acercarse el papel a la nariz para poder ver, lector impenitente, hasta que ya no pudo leer más. Jamás en vida de mamá llegó a reconocer que no veía. Incluso ahora sigue diciendo que ve. Sombras… pero que ve. No es cierto. No nos distingue a no ser que le saludemos. Pero es una reacción muy propia de quien no quiere verse desvalido, de quien no quiere molestar ni depender de los demás. Del ser independiente, orgulloso y autosuficiente que ha sido siempre.
  Ahora las arrugas lógicas del tiempo que se han acumulado por la vida, se han acelerado notoriamente desde hace un año hasta esta parte. Desde que murió mamá: su compañera desde hacía 59 años, su lazarillo y razón de vivir.

 
 Desde entonces todo su afán es cerrar capítulos. Completar todo lo que dejó preparado para ella, para cuando él faltase (jamás pensó ni remotamente que ella se iría antes que él) y pasarlo a sus hijos "tal y como ella hubiera dispuesto".
 ¡Se fue tan inesperadamente!. El terrible atentado en la estación de Atocha el día 21 de Marzo de 2004. La inconcebible masacre de inocentes. El revuelo. La tensión por no saber de nosotros, los  hijos que tomábamos ese tren, hasta bien entrada la mañana…
 Su corazón no resistió, y el día 23 de Marzo de 2004, sentada en su sillón del tresillo del cuarto de estar, frente a la tele, con los pies en alto en su escabel, esperando la llegada de mi hermano soltero, se quedó dormida para siempre. Papá, a su lado, en el sillón gemelo, escuchaba más que veía el noticiario de las tres. No notó nada. No oyó nada. Simplemente su corazón dejó de latir. Se fue y nos dejó ese enorme vacío de las despedidas incompletas, la impotencia del hecho consumado sin posibilidad de vuelta atrás, de las cosas que hubiéramos hecho o dicho y dejamos de hacer o decir porque parece que siempre habrá tiempo, o simplemente porque la rutina cotidiana obliga a pensar antes en cuestiones del día a día. Y te fuiste, mamá. Y el vacío que dejaste fue enorme, enorme.

Para solucionar esos asuntos, me pidió que le acompañara. He ido de viaje con él. Dos días intensos, lunes y martes, en coche. Íbamos a cerrar otro capítulo: la venta del piso en el pueblo donde tantos recuerdos se han amontonado. Donde pasaban los meses “buenos”, de abril a septiembre y donde íbamos invariablemente en las vacaciones de verano a pasar unos días con nuestros hijos, sus nietos. Los muebles y enseres indispensables, el mar, que se veía desde nuestro asiento en la mesa, y sobre todo, sus cuidados, sus guisos… ¡Ya no tenía sentido sin ella!
 
 Jamás había hablado tanto con él, y sin embargo he sido, creo, la que más lo ha hecho. He sentido siempre algo especial por él. Ya desde niña, cuando cruzaba la calle al verle llegar, sin mirar, loca por abrazarle. Cuando tenía que regañarme por hacerlo a pesar de su satisfacción y su ternura ante esa muestra de cariño. Este viaje me ha dejado tal carga emocional que me pasé el miércoles llorando. Pero agradezco la oportunidad de haberlo podido hacer. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde pequeña, a quien he admirado, respetado y querido no por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su ansia de saber, el respeto a la cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá... por tantas y tantas cosas compartidas con él cuando mamá cayó enferma tras el parto de mi hermano pequeño, cuando los médicos no daban con lo que tenía y ella se debilitaba poco a poco pasando tantas temporadas en el hospital que el "nene", como le llamábamos los mayores, con su media lengua le decía cada vez que los veía salir : "Un beso mamá, pero la maleta no la lleves ¿no?"

 
 Cinco hermanos. Yo, la segunda en orden de nacimiento y primera chica, tenía 9 años. Papá me enseñó a cocinar (¡ay! esos despistes de las judías con chorizo sin chorizo o esas patatas con carne sin refrito). Me ayudó en mis deberes escolares (nunca quiso que dejáramos de estudiar) y en el hospital pidió a mamá que le enseñara a hacer un festón y un ojal para que yo lo pudiera presentar en mis deberes del Instituto. Aún guardo ese cuadernito de cartulina azul con cuadritos de batista blanca envueltos en papel transparente donde lucen mis vainicas simples y dobles, mis puntos de cruz, el festón ondulado y el ojal con su correspondiente botón...
 
Recuerdo, al levantarnos, los bocadillos preparados con esmero por papá antes de salir a su trabajo, en riguroso orden de tamaño por edad, para que así supiéramos cada uno cuál era el nuestro, cuidadosamente envueltos en papel de periódico. Las charlas y comentarios durante la comida en la que, también por riguroso orden de edad, cada uno contábamos nuestras anécdotas del día... El verle llorar detrás de cualquier rincón, a escondidas, cuando pasaba algo ante lo que se veía impotente. Como aquella vez que estuvimos a punto de provocar un incendio porque se retrasó – del trabajo iba al hospital a estar con mamá- y hacía tanto frío que nos atrevimos a intentar encender la estufa de leña sin haber abierto el tiro para la salida de humos.  Esas llamas ruidosas y amenazadoras… Los cinco, de 3 a 13 años, aterrados. Salimos corriendo a buscar ayuda, que nos dio el señor Julián, el amable portero.
 
Todo estaba bien ya cuando papá regresó. Pero llorando y entre hipidos, hablando todos a la vez a su alrededor, desahogamos nuestra terrible impresión. Cuando se fue el portero, nos quedamos en silencio, sentados ante la tele, esperando. Sólo al verle aparecer volvieron las cosas a su ser.
 Recuerdo también el sentarnos a hacer los deberes mientras él atendía papeles o leía el periódico para que pudiéramos preguntarle cualquier duda. Invariablemente nos hacía recurrir a la enorme enciclopedia de dos tomos, verde, que nos certificaba si lo explicado era correcto o qué más podíamos aprender acerca de ello. Hermosa costumbre que los hijos hemos mantenido con los nuestros, con sus nietos.
 
Fue un chico despierto en el colegio. La posguerra y la falta de recursos hacían imposible una mayor formación cultural. En todo tiempo fue autodidacta, lo que no impidió que, al poder entrar en el ejército gracias a la recomendación del curita del pueblo (su hermano el mayor, Antonio, murió en el exilio, y los dos siguientes vieron cerrado ese camino por ser “hijos de rojo”), pudiera ir ascendiendo como “chusquero”, es decir, por años de escalafón y tras los cursos en la Academia que correspondiese (que significaban temporadas ausente), los enormes listados aprendidos de memoria de ríos, montes, poblaciones, que le ayudábamos a repasar “tomándole examen”, los mapas mudos…
Y luego, el traslado, el cambio de destino obligatorio entre los sitios vacantes hasta que se diera la posibilidad de elegir. Todo esto, no impidió, decía, que enseñara a otros que hicieron la “mili” con él. Así, nuestro “tito Oliva”, llamado así por ser personaje más presente en nuestras vidas que nuestros propios tíos, aprendió a leer y los conocimientos básicos suficientes para poder ascender y dedicarse también a la carrera militar. Siempre orgulloso de ser amigo de papá, de ser nuestro “tito” (mi primer regalo fue el suyo: un sonajero. Y aún mejor, el juego de pluma y bolígrafo al terminar mi carrera y llevar a sus hijos al centro donde yo enseñaba para presumir con orgullo de que fuera yo su profesora).
Más adelante pedían estudios oficiales para poder seguir ascendiendo y, sin ningún reparo, hizo el Bachillerato elemental y luego el superior apoyándose en nosotros, en nuestras explicaciones, compartiendo clases con niños y adolescentes.
 
Ahora, ciego, se ve impotente, resuelto una vez más a no dejarse vencer ni verse desvalido, pero con miedo. No quiere molestar, pero lo hace, se pone y nos pone en riesgos.
 
Estando yo descargando el coche, sacando cosas del maletero, papá pidió que le diera algún bulto, y mientras yo estaba terminando de sacar otros, veo que echa a andar por la misma carretera, sin darse cuenta de que un coche torcía la esquina.

 
- ¡Papá! , le grité asustadísima.
 

Dejé todo tal cual y me acerqué a él con la intención de colocarle en la acera.
- ¡No hagas eso nunca más!, le reprendí como a un niño.

 
- ¡A mí no me grites!, se revolvió. ¡No sé a quién crees que le hablas, con esos modos!
 
En un intento de distender la situación bromeando, le dije, sonriendo:
 
- ¡A quién me pareceré!
 
- ¡Pero tú eres una mujer! –respondió.
 
- ¡Vaya, hombre! ¿Y por ser mujer…?
 
Lo dejé así. Difícil cambiar convicciones de toda una vida y menos discutir sobre ellas en una situación semejante.
 
No se da cuenta de que con esa actitud no deja que le devolvamos la mitad de lo que por nosotros hizo. Y creo que le entiendo. Siendo lo que ha sido y viéndole como le veo comprendo perfectamente su rebelión. Estoy convencida de que no querría verme en su situación.

 
(Continúa)

 

lunes, 17 de junio de 2013

Salón de lectura.- "La ridícula idea de no volver a verte"


“La ridícula idea de no volver a verte”. Rosa Montero. 
Prometí a Rosa Montero, cuando la saludé en la Feria del Libro de Madrid, que comentaría sus obras en Wikipedia. Yo era una más entre la multitud de fans que, estoy segura, la saludan con alguna frase como: “yo soy fulanito-a que la saludé en…, que la sigo en…” pretendiendo que ella (con la que llama su “memoria de mosquito”) recuerde pormenorizadamente a tantos y tantos de quienes la seguimos. Así la saludé yo, es inevitable:

-Yo soy la lectora “anárquica” que comentó su “Lágrimas en la lluvia”.

-Ah, sí, ¡qué gracia! –tuvo la amabilidad de comentar con una sonrisa mientras me escribía una tierna dedicatoria en la que incluyó lo de "anárquica"...

Soy consciente de que ella es UNA; yo, una más que intentaba con esa presentación salir del anonimato para lograr una mayor cercanía. Innecesario; porque ella es cercana, porque escribe tal y como es, y es tal y como escribe. Y aunque se confiese tímida para referirse a sí misma en sus escritos, yo diría que en toda su obra está ella misma. No lo puedo describir de otra forma.

Me dedicó “El amor de mi vida”, que voy leyendo a retazos porque, como ella también reconoce, me he acostumbrado al libro electrónico que tanto peso –literal- nos quita. Y como, además, mis libros de “recreo” los leo de noche, en la cama, antes de dormir; sin duda se agradece mucho más. Así que voy leyendo los capítulos… bueno, eso lo dejo para cuando comente el libro.

El caso es que soy de las que cumplo. Así que cuando quise ponerme a la tarea de hacer los referidos comentarios, y aunque he leído casi todos sus libros, pensé que el “casi” no valía y que era mejor empezar por el final, ya que tendré que releer los conocidos – lo que sin duda será un placer- y leer los que por un motivo u otro nunca han llegado a mis manos lectoras.

Y, claro, para empezar por el final debía comenzar por éste.

Vale, ya lo he leído. Y ahora ¿cómo empiezo su comentario?

Lo más fácil es usar sus propias palabras:

“No todo es horrible en la muerte, aunque parezca mentira (me asombro al escucharme decir esto).
Pero éste no es un libro sobre la muerte.”

Y es cierto: es un libro sobre el duelo, la ausencia, la difícil maniobra de rellenar el increíble, profundo, abismal espacio que deja la muerte, esperada o no. Es un libro sobre los vivos.

En una ocasión, tras un viaje que hice con mi padre, recientemente viudo, tan afectado por la súbita e inesperada muerte de mi madre dos días después del atentado de Atocha (es decir, el 13-M del 2004), cuyos efectos provocaron un infarto masivo; escribí –me desahogué- sobre lo que supuso para mí el viaje que hicimos él y yo a Almería, al pueblecito donde ella nació y donde quería reposar con sus padres, y escribo:

Llegamos al pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante, cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”. Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:
- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que puedes, mira mucho por nosotros”.
Y rezó, moviendo los labios pero en silencio, mirando sin ver (estaba ciego) en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos apretadas a la reja.
  Yo no podía rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia interfiere en una íntima escena de amor.
Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su lazarillo.
   Entramos de nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino al pueblo musitó:
-           "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
-           ¡Qué solos se quedan los vivos!, pensé yo.

 Y es sobre esto –ni más ni menos- sobre lo que trata “La ridícula idea de no volver a verte”. Marie Curie es un pretexto, una excusa para ir dando pinceladas sobre su propio dolor, la soledad del que queda vivo, la imposibilidad de que ese tiempo “que todo lo cura” cure de verdad. Suaviza, matiza, pone parches… pero el dolor sigue ahí, y aunque la vida te empuje, te ilusione, te haga reír inesperadamente, está permanentemente dispuesto a salir ante un objeto, un paisaje, un algo –cualquier cosa- que te lo vuelve a traer, añorándolo.

Por otra parte hay una estupenda y laboriosamente trabajada biografía, un minucioso análisis de una admirada figura de mujer, y unas pinceladas aquí y allá de un alma en carne viva, de un dolor patente y latente que podemos comprender perfectamente quienes hemos pasado -pasamos todavía (mi padre falleció hace un año)- por la pérdida de alguien muy querido.

No quiero -en realidad es mejor decir “no puedo”- comentar más. Si esto no te invita a leerlo, será que no es la ocasión. Cuando llegue, sin duda te sentirás reflejado en ella.

domingo, 19 de mayo de 2013

Salón de lectura.- "Lágrimas en la lluvia" de Rosa Montero.

Soy una lectora empedernida y bastante anárquica. Cuando me decido por un libro -hablo de mis lecturas nocturnas, de entretenimiento, tumbada en la cama antes de dormir- me dejo llevar por autores, pero no los leo compulsivamente, quiero decir que no leo todo lo que caiga en mis manos de un mismo autor... Una vez que lo conozco, lo dosifico y me acerco a su obra por lo que los títulos me dicen (normalmente nunca leo las críticas, sino que prefiero acercarme por intuición, sin saber qué me voy a encontrar, sólo por acercarme de nuevo a ese autor-a);  y así ha sido esta vez con Rosa Montero.

Terminé el libro anoche y repito lo que escribí en un microrrelato: Rosa dejó de hablarme. Deseaba sus palabras, quería más… Inaceptable, injusto abandonarme así. Pero hube de cerrar el libro.

Acabo de escuchar a la propia Rosa en varios vídeos del 2011 (YouTube) hablando de "su" Bruna Husky (siempre dice "mi" Bruna). Antes de escribir esta crónica quería conocer su visión: contrastar qué quiere decir el autor cuando escribe y qué percibe el lector cuando se acerca al escrito. Y, ahora sí, indagar en las críticas. Me entusiasma ver cómo el acto de la lectura hace una obra inmortal, capaz de decir mucho y diferente a cada lector.

Pues bien: aparte de conocer a Rosa por sus artículos, me acerqué a ella como lectora por primera vez hace años con "La loca de la casa" y me encantó esa frescura y espontaneidad que quiero para mí en lo que escribo, aunque no acierte con el "quid" que convierte lo narrado en oscuro objeto de deseo para el lector general. Supongo que me falta la garra que ella transmite... En fin, dejo de divagar.

Año 2109, Madrid, Estados Unidos de la Tierra, una replicante (rep), un ser artificial más humano que muchos humanos. Una obsesión: saber que sus días están contados y conocer, además, la terrible muerte que le espera, el TTT. Un destino: ser rep de combate. Una naturaleza: conocer que sus recuerdos, su memoria, son ajenos, implantados para darle una personalidad, una razón de ser, que sabe positivamente falsos, y una realidad: su combate no es contra otros, sino contra ella misma, contra su condición, su destino y sobre todo, con la levedad del ser que marca su tiempo, su trayectoria vital inevitable, inexorablemente, sin que pueda hacer nada por cambiarlo.

Entre tanto, una sociedad, unos amigos, unas circunstancias y una lucha: la vida. Cómo, a pesar de saber que nuestros días están contados, la despilfarramos agobiándonos, aferrándonos a unos recuerdos falsos, a unas certezas dudosas y a un dolor: la soledad, la ausencia. Y ante todo y sobre todo, la esperanza, que hace que valga la pena vivir, investigar, pelearse para desentrañar injusticias, rencores, prejuicios y fobias.

Eso es todo lo que he recibido de esta obra, ni más ni menos. A lo mejor no aporto mucho, pero no puedo decir más para -metafóricamente- no descubrir al asesino y romper la intriga. Pero eso sí: mi invitación a su lectura, que va más allá de una novela policíaca, que lo es; de una novela de ciencia ficción, que lo es, pero no (ya lo veréis, porque dice verdades como puños acerca de lo que nos espera tan solo 100 años después, a partir de lo que somos hoy); de una novela psicológica que indaga, araña y retuerce, que da en la llaga -aunque duela- sobre la condición humana. Todo eso es "Lágrimas en la lluvia", agua disuelta en el agua, que no se ve, pero que está ahí. Y una frase:

"Todo lo cual era muy doloroso pero también muy bello. Y la belleza era la eternidad."

Gracias, Rosa.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Salón de lectura: "Amado amo". Rosa Montero.

¿Han oido hablar alguna vez del coaching? ¿Del mobbing? Palabras inglesas que definen dos acciones creadas para construir el ejecutivo agresor y agresivo que la empresa actual demanda: habilidades directivas y el acoso laboral.
Nada de personalismos, de empatías (ponerse en el lugar de...), nada de opiniones propias, ni de contar con el trabajador, sino con sus resultados.
Esto es, ni más ni menos, lo que retrata Rosa Montero en esta novela en la que el protagonista, César Miranda, acaba sufriendo las consecuencias de la tensión vivida en la empresa, retratando los cambios de metros de despacho, calidad de la secretaria, puesto de aparcamiento, palabras del jefe y miradas de los compañeros, cayendo en una apatía y abulia que le llevan a la falta de recursos creativos, de iniciativa y hasta de aliento vital, hasta que, viéndose imposibilitado a ir siempre contracorriente, acaba cediendo, sucumbiendo ante aquello que siempre ha odiado y por lo que siempre había luchado.
Angustioso y acertado análisis, interesante panorámica en primera persona de las vivencias de un asalariado que ve peligrar su alto estatus al entrar en una espiral causa-efecto en la que es el lector quien debe juzgar si ha perdido su creatividad por la tensión y los miedos o viceversa.