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domingo, 14 de julio de 2024

14 de julio - #Bastilla, #Durruti. @elGrafomano.

  Se celebra el  Día de la Fiesta Nacional en FRANCIA  por  la toma de la Bastilla, acontecimiento considerado como el punto de inicio de la Revolución francesa.

Imitando a las federaciones regionales de guardias nacionales que habían empezado a celebrar su fiesta en el Midi desde agosto de 1789 y se extendían por toda Francia, La Fayette, quien era el comandante de la Guardia Nacional de París, decidió organizar, para conmemorar el aniversario de la toma de la Bastilla, una fiesta nacional de la Federación, a celebrar en París.
Desde el 1 de julio de 1790, 1200 obreros dieron inicio a los trabajos de excavación en el lugar elegido para la escenificación de la ceremonia. Se trataba de transformar el Campo de Marte en un vasto circo con una capacidad para 100 000 espectadores, en el centro del cual se elevaría el altar de la Patria. Los trabajadores estaban bien alimentados pero mal pagados, así que cuando se les reprochó la lentitud con que avanzaban los trabajos, amenazaron con paralizar las obras.
Ante el ritmo lento de las obras, se decidió apelar a la buena voluntad de los parisinos, quienes respondieron en masa. El propio rey Luis XVI vino desde Saint-Cloud y dio un golpe con un pico, a la vez que La Fayette, en mangas de camisa, trabajaba como un obrero cualquiera. Enseguida se formó un hormiguero humano en el que los obreros del arrabal de San Antonio se mezclaban con los nobles, los monjes con los burgueses, y las prostitutas iban de la mano con las damas de los barrios altos. Los carboneros, los carniceros, los impresores, acudían con sus banderas tricolores. Todos cantaban el Ah! Ça ira y otras coplas patrióticas. Los soldados se mezclaban con los guardias nacionales.  Esta festividad no sólo se celebra, pues, en conmemoración del 14 de julio de 1789 (toma de la Bastilla), sino también en memoria de la Fiesta de la Federación. La primera recuerda una jornada sangrienta; la segunda, una jornada festiva sin que disminuya, no obstante, la importancia de la primera.
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- de 1896, nació  Buenaventura DURRUTI, sindicalista y revolucionario anarquista español, rescatado en estos apuntes de literatura por ser personaje recurrente en obras literarias sobre la Guerra Civil española, siendo una de las grandes referencias del anarquismo español. Existe abundante literatura sobre su figura, citado en grandes obras como "Un millón de muertos" de Gironella, o  coprotagonista, en cierto modo, de la obra "La hija del Caníbal" de Rosa Montero. Hasta el momento, el estudio más significativo sobre la figura de Buenaventura Durruti es  la obra de Abel Paz, Durruti en la revolución española.
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Autores del s.XX y XXI en las lenguas españolas (y premios Nobel de Literatura) nacidos en esta fecha
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- de 1904, Isaac BASHEVIS SINGER, escritor polaco fallecido un 24 de julio de 1991 (tan solo 10 días después de su 87 cumpleaños), premio Nobel de Literatura en 1978.
Creció en el barrio judío de Varsovia —rodeado por un recurrente escenario de violencia antisemita en forma de pogroms—, donde se hablaba Yidish.
En 1935 y ante el temor de la ofensiva nazi, emigró a los Estados Unidos y se separó de su esposa. En este país comenzó a escribir como periodista y columnista de The Daily Forward, un diario dirigido a la colectividad judía de Nueva York escrito en yidish, lengua en la que escribió casi toda su obra.
Vegetariano durante los últimos 35 años de su vida, en el prólogo de Food for Spirit: Vegetarianism and the World Religions (1986), de Steven Rosen, Singer escribió: "Cuando un humano mata a un animal para la alimentación, está descuidando su propia hambre de justicia. "
Entre sus obras: Un amigo de Kafka y otros relatos (1990), Cuentos judíos de la aldea de Chelm (1996), Un día placentero: Relatos de un niño que se crió en Varsovia (1973).

Bajó al metro. ¡Qué calor y qué humedad! Unos jóvenes negros corrían gritando en un tono que tenía tanto de neoyorquino como de africano. Unas mujeres de axilas sudorosas se empujaban con bolsas y paquetes, mientras los ojos les brillaban de furor. Herman se llevó la mano al bolsillo en busca del pañuelo, y lo encontró mojado. en el andén había una multitud compacta. El tren entró en la estación, con un silbido estridente, como si fuera a pasa de largo, con los coches abarrotados. La gente del andén se apretó ante las puertas antes de que los pasajeros pudieran salir. Una fuerza irresistible empujó Herman al interior del coche. Caderas, pechos y codos se comprimían contra él. Por lo menos allí había desparecido la ilusión del libre albedrío. El hombre era zarandeado como un guijarro o como un meteoro en el espacio.
Herman, comprimido en aquella masa, envidiaba a los altos, a los de metro noventa, que podían recibir un soplo de aire fresco de los ventiladores. No había tenido tanto calor ni siquiera durante los veranos que pasó en el henil. Prensados así debían de ir los judíos en los camiones que los llevaban a las cámaras de gas.
(Fragmento de 'Enemigos.Una historia de amor', 1972)..
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- de 1976, Andrés OSPINA, escritor y realizador de radio colombiano.
No ha vivido nunca más de tres meses fuera de Bogotá, dice el escritor Andrés Ospina, amante de las calles y de las historias de barrio de las que fue testigo desde niño, las de esa generación perdida que pocos se preocupan por escudriñar. Él, a sus 38 años, se saborea cada chisme que se le cruza por el camino. Eso, dice, es la esencia de su literatura. (Leer más)
 
Entre sus obras: Bogotá retroactiva (2010),  Bogotálogo: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá (2012),  Ximénez (2013), Y yo que lo creía un farsante (2014), Chapinero (2015) , Bogotálogo II: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá (2016), Rita y la sociedad secreta del acertijo (2017), Vecinos Inesperados: relatos de la fauna silvestre en Bogotá (2019), Bogotálogo 3.0: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá (2020).

Fue un domingo. Al finalizar junio. En 1994. Dudo que alguna vez lo olvide. Me desperté a media tarde, con minutos de retraso, presa del clásico cuadro de resaca que por regla aflige en días como esos a quienes cursan undécimo grado.
Era mi deseo dar cumplimiento al imperativo patriótico de concurrir a la invitación recibida vía Telesemana de boca de un enjuto, menos alopécico y en apariencia querúbico Jota Mario Valencia –cuadro que contrasta penosamente con lo presente– quien poco antes lo dejó anunciado: ¡Ese día estrenaban el especial conmemorativo de los cuarenta años de la televisión colombiana!
De prueba me queda una copia electromagnética en VHS… grabada desde el primero de aquellos videorreproductores con ese formato que hubo en mi casa, como la mayoría de las viviendas colombianas declarada hasta entonces “territorio Beta”, por soberano designio de la Sony Corporation. Ahí aparece don Jorge Mario Valencia Yepes –o “Jotica”, para sus desconocidos– vaticinándolo, armado de anteojos con montura dorada, micrófono de solapa a la vista y buzo abierto de botones color rojo cereza.
Por las toldas hogareñas existían motivos de júbilo. Una bonanza de mediados de década permitió mejoras. El receptor Trinitron que me acompañó por dos lustros acababa de ser reemplazado por uno más contemporáneo y aparatoso. “Pantalla plana”, les decían.
(Inicio de "Que veinte años sí es mucho", 2014)
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Fallecidos en esta fecha 

- de 1971, Ermilo ABREU GÓMEZ, escritor, historiador, dramaturgo, ensayista y periodista mexicano nacido un 18 de septiembre de 1894. Colaboró para la Revista de Mérida en la cual publicó sus primeros cuentos y escribió obras teatrales durante el apogeo del teatro yucateco de 1919 a 1926, destacando su obra La Xtabay.
El interés que despertó en él Sor Juana Inés de la Cruz, se convirtió en la pasión de su vida. Su edición crítica a las obras de la monja jerónima significaron el redescubrimiento de su obra para la literatura mexicana. 
Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1963.
Su obra más conocida es Canek (1940), cuya temática es una recreación de un hecho real (1761) en la que se ve proyectada la sensibilidad del pueblo maya.
Otras obras: Sor Juana Inés de la Cruz, bibliografía y biblioteca (1934), La conjura de Xinum (1958), Cuentos para contar al fuego (1959), Diálogo del buen decir (1961), Leyendas y Consejas del Antiguo Yucatán (1961).

Todo depende del espíritu. Hay hombres de espíritu elevado e impaciente. Para ellos una mañana es ya el principio de una tarde. Hay hombres de espíritu lento, como dormido. Para ellos una tarde es apenas la continuidad de una mañana. También hay hombres de espíritu recio para quienes todas las horas están llenas del día. Para ellos se hizo, justo, el descanso de la noche.(...) Nunca te enorgullezcas de los frutos de tu inteligencia. Sólo eres dueño del esfuerzo que pusiste en su cultivo; de lo que logra, nada más eres un espectador. La inteligencia es como una flecha: una vez que se aleja del arco, ya no la gobierna nadie. Su vuelo depende de tu fuerza, pero también del viento y ¿por qué no decirlo? del destino que camina detrás de ella. (Fragmentos de Canek citados por Elena Poniatowska en "Ermilo Abreu Gómez, la inteligencia y la imposibilidad de gobernarla").

viernes, 11 de noviembre de 2022

Garabateando: Escribe con Rosa Montero

A medias entre la verdad y la mentira y en clave de humor Rosa Montero en  La loca de la casa (Alfaguara, 2003) nos desvelaba ya la vanidad del escritor, su deseo de posteridad, los fantasmas que persiguen al autor novela tras novela, y también el tormento y el éxtasis, el sufrimiento y la vergüenza de ese “extraño ser” que es el novelista, que no puede evitar la sensación, cada vez que publica una nueva obra, de que se ha arrancado un pedazo de hígado y lo ha colocado encima de la mesa, “delante de la cual –dice Montero– van pasando los demás, que comentan despiadadamente lo que les parece”. (Fuente)

Dicen los entendidos que el libro que nos ocupa - "Escribe con Rosa Montero"(Alfaguara, 2017) es un canto de amor al cuaderno, al instrumento principal que la autora utiliza para escribir a mano, con pluma, para anotar detalles, para dejar correr su imaginación.
Pero sucede que este 'cuaderno' está lleno de tan buenos consejos y adornado con unas ilustraciones tales que sería un delito -en nuestra opinión, claro- emborronarlo con nuestros garabateos.

Puede (debe) convertirse, eso sí, en libro de referencia y consulta cuando, parafraseando a Serrat, las musas se olviden de uno.

Su entrañable dedicatoria en la pasada Feria del Libro de Madrid:
"Para mi amiga Marian este cuaderno de notas. Ahora, ¡llénalo!"

Veamos algunos de los consejos y propuestas vertidos en él y escuchemos luego a nuestra simpática autora hablando sobre el oficio de escribir, seguro que podemos tomar buena nota de quien, como ella, escribe y desarrolla una fecunda labor periodística desde su Periodismo y literatura (Guadarrama, 1973) y su novela Crónica del desamor (1979) hasta llegar a ser Premio Nacional de las Letras 2017.

"Ten siempre a mano un cuaderno de notas (...) una pequeña libreta en el bolsillo. Durante un mes haz al menos una anotación al día. Una observación sobre alguien que veas; un pensamiento; un apunte para un cuento o una escena".
"No obligues a tus personajes a hablar por ti".
En un texto de ficción "Los silencios, las ausencias pueden ser tan elocuentes como las palabras".
"Si no aprendes algo de tus textos, si no tienes la sensación de haber puesto un poco de luz en tus sombras, es que lo que has hecho no es suficientemente bueno".
"Lee mucho. Reescribe mucho. Piensa mucho"
"A García Márquez le devolvieron su primer manuscrito dieciséis editores". "En realidad, el camino de la literatura es amargo, decepcionante y a menudo humillante. Pero escribir es maravilloso".

 Contraportada: "Juega con las palabras. Disfruta. Vuela"



jueves, 3 de septiembre de 2015

Salón de lectura.- "Instrucciones para salvar el mundo". Rosa Montero

"La vida es bella, disparatada y dolorosa. Esta fábula para adultos intenta disfrutar de la belleza, colocar el dolor y reírse de ese disparate formidable". Rosa Montero.
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Así presenta su autora este auténtico retrato de la soledad, del conformismo, del fracaso asumido y aceptado, de la renuncia a disfrutar de lo poco que la vida nos da o nos puede dar si sabemos captarlo, apreciarlo cuando llega.
No sé dónde leí que la felicidad es una mariposa que se posa en tu hombro un instante y echa el vuelo para no volver... y creo que de esto trata esta novela.
Rosa Montero, una vez más, capta nuestra atención sobre unos personajes absolutamente cotidianos, anónimos, que rescata de su patina camufladora para dotarlos de la importancia que adquiere un ser vivo cuando lo está, cuando se hace presente con sus grandezas y defectos, mínimos por su  cotidianeidad, intrascendentes casi en el fluir de acontecimientos sociales que envuelven nuestro día a día, pero fuertes, transcendentes y con la fuerza de un terremoto para remover hasta el fondo los cimientos y convicciones de un taxista enamorado que no acepta la vida sin su mujer, un médico que, al contrario, no sabe porqué sigue con su compañera cuando hace tanto que caminan por separado, y sus contrarias, sus opuestas, una emigrante prostituta que se aferra a lo que la vida le da porque ha conocido lo más bajo de ella, y una anciana que en el final del camino descubre lo importante de seguir viviendo.
Los personajes secundarios y avatares de la acción, prenden nuestro interés y nos enredan en ese remolino que poco a poco reúne a los protagonistas en un lugar común: un bar "de madrugada", noctámbulo, cercano a un club de alterne.
No sé qué varita mágica hace a Rosa Montero convertir en humanidad cualquier tema que toca. El dolor de la vida, la muerte, el desengaño, la apatía de vivir, están siempre presentes, pero junto a ellas la esperanza, la fe en que es posible algo mejor y la confianza en el ser humano, en la fraternidad, en esa preciosa teoría del compartir átomos que entenderemos solo con su lectura, porque es una obra para ser leída más que para ser contada.
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Este libro ha llegado a mis manos como regalo de cumpleaños de una manera maravillosa, una mariposa posándose en mi hombro en el momento adecuado. Gracias.

jueves, 30 de julio de 2015

Salón de lectura.- "El peso del corazón", de Rosa Montero. El regreso de @BrunaHusky

Creo que de todos es sabido aquí mi admiración por esta gran escritora y mejor persona, Rosa Montero.
En este blog queda constancia de mis comentarios (por orden de publicación de la opinión) sobre algunas de sus obras:
 
 "El corazón del tártaro".- http://educacion-ne.blogspot.com/2013/09/salon-de-lectura-rosa-montero-el.html

Tengo que hacer los deberes y seguir comentando más obras, pero por cercanía en la publicación y por el impacto que me dejara Bruna Husky en su primera aparición, tenía muchas ganas de leer esta segunda: "El peso del corazón". 

Ha sido un regalo de cumpleaños (gracias, Jose) este 12 de julio, y de la facilidad de su lectura y de su interés dan fe el hecho de poderlo comentar ya. Lo digo porque solo leo de noche, en la cama, antes de que el cansancio me pueda y me traiga el anestesiante y reparador sueño; leo para sumergirme en otro mundo, relajarme, olvidando los problemas cotidianos, y conocer una nueva perspectiva.

Reconozco que tenía ganas de leerlo en cuanto supe de su publicación, y esto tiene un peligro, porque si te gustó mucho el primero, la saga puede no responder a las espectativas, decepcionarte (por algo dicen que segundas partes nunca fueron buenas)... No es el caso, en absoluto.

Para los que no han conocido antes a "nuestra" rep, uso las palabras que incluí para presentarla en el comentario a "Lágrimas en la lluvia":

Año 2109, Madrid, Estados Unidos de la Tierra, una replicante (rep), un ser artificial más humano que muchos humanos. Una obsesión: saber que sus días están contados y conocer, además, la terrible muerte que le espera, el TTT. Un destino: ser rep de combate. Una naturaleza: conocer que sus recuerdos, su memoria, son ajenos, implantados para darle una personalidad, una razón de ser, que sabe positivamente falsos, y una realidad: su combate no es contra otros, sino contra ella misma, contra su condición, su destino y sobre todo, con la levedad del ser que marca su tiempo, su trayectoria vital inevitable, inexorablemente, sin que pueda hacer nada por cambiarlo.
Entre tanto, una sociedad, unos amigos, unas circunstancias y una lucha: la vida. Cómo, a pesar de saber que nuestros días están contados, la despilfarramos agobiándonos, aferrándonos a unos recuerdos falsos, a unas certezas dudosas y a un dolor: la soledad, la ausencia. Y ante todo y sobre todo, la esperanza, que hace que valga la pena vivir, investigar, pelearse para desentrañar injusticias, rencores, prejuicios y fobias.

 
Como el ambiente y la protagonista son los mismos, esto vale. Pero la novedad es el paso a más que da la autora para entrar en la complejidad de un futuro no tan lejano, para tratar el peligro de la energía nuclear y ahondar en la problemática de los residuos nucleares (tan actual por otra parte, que los noticiarios nos hablan estos días de uno de esos 'cementerios radiactivos' en Villar de Cañas (Castilla-La Mancha).

Bien, nos han puesto muy fácil destacar la importancia de la temática que es el telón de fondo de la trama de "El peso del corazón", que Rosa desmenuza con la seriedad que pone en cada investigación.
Pero lo que no es tan fácil es desentrañar de nuevo la lucha de esta ¿ingenua? replicante hecha para combatir y que, sin embargo, está más dotada para el verbo AMAR en todas sus acepciones por la tremenda carga de humanidad que hay en ella, y que achaca a las memorias 'reales, aunque no propias' que conforman sus recuerdos y vivencias.

Sea como fuera, el amor a la niña, la capacidad de fantasear para disfrazar un mundo cruel, para embellecerlo, el amor sexual, el amor al amigo... ocupan un primer plano  que interesa tanto o más que la investigación para la que contratan a la protagonista, ya de por sí interesante y bien llevada.

De nuevo, pues, los afectos, la lucha por la vida, el 'carpe diem' frente a la dictatorial sabiduría de conocer no sólo que hemos de morir, sino la fecha concreta, el cuándo y el cómo sucederá. También la vejez, la amistad, la injusticia con la infancia y con nosotros mismos, la dictadura de la religión fanática, la enfermedad y la muerte...

En fin, "El ininterrumpido ir y venir del tigre ante los barrotes de su jaula para que no se le escape el único y brevísmo instante de la salvación" (Elías Canetti, sic. Rosa Montero).

Para terminar, me permito hacer mías las maravillosas palabras que terminan el libro:
"A veces pienso (...) que formamos un todo capaz de moverse al unísono a través del éter, como un cardumen de peces en el mar del tiempo. Qué pena que, pese a esa profunda y delicada sintonía, no consigamos dejar de matarnos los unos a los otros".

De nuevo, y una vez más, gracias, Rosa.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Salón de lectura.- Rosa Montero. "El corazón del tártaro"

Publicada en el 2001 por Espasa, "El corazón del tártaro" tiene de nuevo como protagonista a una mujer, pero de nuevo también está rodeada de figuras masculinas que marcan su trayectoria vital y el desarrollo de la trama.

En esta manera anárquica con la que voy leyendo -y releyendo- las obras de Rosa, me he encontrado en esta obra con paralelismos (pensé: "¡la pillé!") con la Historia del rey transparente que la autora publicara cuatro años después (Alfaguara, 2005) y es que ella misma reconoce en esta última el atractivo que el periodo medieval ejercía en ella, hasta que se decidió centrar en él una narración.

Pues bien, el paralelismo que encuentro está en la historia de los hermanos que se causan la muerte el uno al otro abrazándose, y en la figura del retrasado. Nada más... Cada una de las historias tiene su trayectoria independiente, pero me ha hecho gracia y he querido contarlo como anécdota.

Está claro que el escritor narra poniendo su espíritu en lo que cuenta y ahí se encierran convicciones, creencias, modos de pensar, vivencias y gustos que quedan reflejados en su obra; en fin, todo aquello que le da su impronta y características individuales, su genio, y es precisamente lo que atrapa, lo que le da interés a un autor frente a otros. Lo que caracteriza a Rosa.

Vamos a la obra: La protagonista, que trabaja para una editorial en la edición de un texto medieval, (de ahí las coincidencias de las que hablaba) tiene un pasado turbio del que no sólo quiere huir, sino del que ha conseguido abstraerse hasta el punto de no recordarlo. Pero el pasado vuelve con tal fuerza que puede destruir su presente, como un tártaro invasor, como un infierno dantesco, e incluso acabar con su propia existencia.

En un principio parece la huida la única solución, empezar de nuevo su vida de cero, como ya hiciera una vez. Pero forma parte de ella, irá a donde ella vaya, así que Zarza decide enfrentarse a él, limpiarlo de algún modo, tal vez borrarlo para siempre y luchar por terminar con ello o morir en el intento.

El enfrentamiento con la realidad nos va descubriendo sus circunstancias familiares, la tremenda figura del padre dictatorial, tal vez abusivo (una vez más), la madre siempre enferma, la unión con su hermano mellizo, con el que se evadía de una dura realidad para crearse después otra aún peor en su dependencia de "la blanca", su ternura protectora hacia su inteligente -aunque retrasado- hermano autista y su distanciamiento con su 'tradicional' hermana van conformando un regreso a un pasado al que hay que volver para limpiar desde las raíces.

La dura realidad de la droga, del submundo, frente a la vida 'normal' que había conseguido. La figura enorme, increíble, por su generosidad (¿por su necesidad de romper con su aislamiento, con su soledad?) de Urbano, el carpintero,  y el ir y venir de personajes secundarios que, una vez más, te atrapan hasta la última página conformando ese mundo duro, cruel, contra el que hay que luchar porque en eso, al fin y al cabo, consiste el vivir. Es la lucha por la vida y el hecho inexorable de la muerte, constantes que nos transmite Rosa obra a obra, y que, creo, aquí se simboliza en el cubo de Rubí, y una conclusión:

" [...] sólo había una cosa que supiera con total seguridad, y era que algún día moriría. Pero tal vez para entonces hubiera descubierto que, pese a todo, la vida merece la pena vivirse."


Una vez más, un placer leerla.



lunes, 5 de agosto de 2013

Salón de lectura.- "Historia del Rey transparente", de Rosa Montero.

En esta obra, publicada en el 2005 por la editorial Alfaguara, nos encontramos envueltos en las andanzas de Leola, campesina inmersa en los avatares de la sociedad del s. XII, "sierva de la gleba", predeterminada por nacimiento y condenada sin esperanza a trabajar los campos para un señor feudal dueño de sus vidas y haciendas.
 
Época de enfrentamientos, guerrillas, asaltos, duelos, torneos... época de los hombres de hierro que, envueltos en sus más o menos brillantes y ricas armaduras, hacían de las suyas allá por donde pasaban, en defensa de un supuesto honor, que mantenían familias enfrentadas en sangrientos encuentros rutinarios mientras esquilmaban, dañaban y empobrecían a los que sin comerlo ni beberlo tuvieron la desdicha de nacer sin blasón, es decir, sin honra.
 
A Leola le quitan el novio, literalmente, al movilizar a sus parientes masculinos para una de esas luchas... Se queda sola y no se resigna, por lo que decide ir a buscarlo y ponerse la armadura de uno de los caballeros muertos que halla por el camino. De esa guisa, se interna en un mundo eminentemente masculino por el que sería imposible caminar como mujer. Jugando con acierto entre el papel masculino adoptado y el real.
 
Y sin embargo, se encuentra tremendas y poderosas mujeres como la bruja Nyneve, la noble Dhuoda, que tanta influencia tienen en nuestra protagonista, o la reina Leonor, madre del poderoso Ricardo Corazón de León y hasta la Eloísa de Abelardo...
 
La historia comienza por el final y condensa en esas primeras líneas lo que ha de ser su desarrollo:
 
Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. He visto en mi vida cosas maravillosas. He hecho en mi vida cosas maravillosas. Durante algún tiempo, el mundo fue un milagro. Luego regresó la oscu­ridad. La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste contra la puerta. Un sólido portón de me­tal y madera que no tardará en hacerse trizas. Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada. Vienen a por nosotras. Las Buenas Mujeres rezan. Yo es­cribo. Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento más orgullosa; y aunque las palabras están sien­do devoradas por el gran silencio, hoy constituyen mi única arma.
 
Y a través de sus peripecias, nos adentra Rosa en ese legendario mundo de Cruzados, Caballeros de la mesa redonda (o cuadrada, ¡qué mas da!), Inquisición, cátaros y... castillo de Montsegur.
 
Hay que ver qué casualidades y qué atractivo el de esos personajes que perecieron en la hoguera tras un feroz asedio por defender sus creencias. Y lo comento porque ya me había encontrado con esas "buenas mujeres" y "buenos hombres" en obras como "La sangre de los inocentes" de Julia Navarro, que también comenté en su día, o la "Brida" de Paulo Coelho, sin conocerlos históricamente más que de pasada.
 
Pues bien, y volviendo a lo que nos ocupa, una vez más Rosa Montero nos deleita con una estupendamente conseguida figura de mujer, en un estudio psicológico e histórico que capta desde el principio nuestra atención e interés, atrapándonos en la red de su lectura con una serie de personajes secundarios de gran fuerza, como puedan ser el tonto, el gigantesco, Caballero Oscuro -tratado con tanta ternura-, el duro e inflexible Maestro, el herrero León, o el retorcido Doctor Angelical, fray Angélico.
 
Interesante también ese Libro de las Palabras que escribe nuestra protagonista, con definiciones sin desperdicio:
 
"Esperanza: pequeña luz que se enciende en la oscuridad del miedo y la derrota, haciéndonos creer que hay una salida. Semilla que lanza al aire la sedienta planta en su último estertor, antes de sucumbir a la sequía. Resplandor azulado que anuncia el nuevo día en la interminable noche de tormenta. Deseo de vivir aunque la muerte exista."
 
Y por último, y bastante importante, ya que da título a la obra: la historia del rey transparente. Historia que condena a la muerte a quien se atreve siquiera a iniciar su relato, historia que solo conocemos completa al final, y aún así, inacabada, concluye con un acertijo.
 
En fin, de nuevo tengo que decir chapeau a mi admirada escritora y, desde luego, animarles a su lectura.
 

domingo, 14 de julio de 2013

Salón de lectura.- "La hija del caníbal" de Rosa Montero.


Puedo afirmar sin ninguna duda que el artista (el músico, el cantante, el pintor, el arquitecto, el alfarero... y todos los que quieran recordar) y, en este caso concreto, el escritor -la escritora- nacen con ese don... Si no lo tienen, ná q'asé, que dirían más abajo de Despeñaperros . Pero es que además, se hace, tiene que hacerse para pulir ese don y conseguir algo bueno. Y se lo dice a Udes. alguien que lleva casi tres años (eso, si no incluimos que la idea empezó en mi adolescencia con un relato que escribí a mano en unas páginas mecanografiadas por detrás para aprovechar el papel -aún no se llamaba reciclaje, más bien tacañería; pero lo era, seguro que sí-) que rescaté y que intento convertir en una novela decente.

¿Qué a qué llamo "decente"? No me lo pregunten: no lo sé. Supongo que estará lista cuando me vea conforme con ella en fondo y forma.

Bien, perdonen la digresión. Decía que el artista se hace, y que el acto de escribir no es tan sencillo como tener una idea y plasmarla en un papel. Y lo digo porque esta novela, "La hija del caníbal",  (debo reconocer que solo he caído ahora, al releerla, porque la primera vez 'pasé' de ello) empieza ya en el prólogo a tener interés. Y es que de repente Rosa te cuenta, como quien no hace la cosa, que para crear las memorias del anciano personaje compañero de la protagonista, de mote -taurino y guerrero- Fortuna, ha leído ni más ni menos que diez libros y un artículo. Lean, lean y cuenten por si he puesto de menos, porque de más, seguro que no.

Y es que así es como se hace una novela: con trabajo y esfuerzo.

Dicho esto, y añadiendo, como de pasada, la pasmosa facilidad con que Rosa Montero nos recrea biografías, ya sea en "La ridícula idea de no volver a verte", que ya comenté, como en "El amor de mi vida" y otros, que ya comentaré, vamos a la razón de esta reseña: "La hija del caníbal".

Lucía Romero, escritora, se va de viaje a Viena con su esposo, Ramón, y éste desaparece en los urinarios del aeropuerto momentos antes de la salida. Aunque llama a la policía, se embarca o se ve obligada a embarcarse, en una sucesión de imprevistos y sucesos propios de novela negra que se ven aderezados por la brusca irrupción (intromisión) en su vida, de unos vecinos: un hombre demasiado joven para sus efectos y afectos, Adrián, y otro demasiado mayor , el octogenario Félix, apodado Fortuna o Fortunita, según el caso.

Pero no, ese puede ser el resumen del argumento, sí, pero no es eso lo que quiero plasmar aquí: sería demasiado superficial.

Quiero hablar de sensaciones, de conclusiones, de actos de la vida en los que me he visto reflejada y de remordimientos, prejuicios y formas de actuar en los que también... ¿Y cómo, si de ninguna manera me he visto envuelta en algo ni tan siquiera parecido? Pues en la riqueza y finura de matices y reflexiones de la protagonista, que unas veces en primera persona y otras en tercera, nos va acercando a una mujer absolutamente normal, anodina a veces, creativa en otras, despectiva, amorosa, pedante, tonta, inteligente... eso, una mujer normal, con la que no parece difícil identificarse. Y es que estoy de acuerdo cuando dice:

La vida, como diría Adrián, uno de los personajes de este libro, está llena de extrañas coincidencias.

Con finos rasgos humorísticos que me han hecho sonreír y hasta soltar la carcajada en ocasiones:

¿pero no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos?

(...) antes de que las cosas pudieran aclararse el Caníbal ya había recibido un par de guantazos. Terminamos todos en comisaría. Creo que el Caníbal no me ha perdonado aquello todavía, aunque después se pasó muchos años repitiendo: «Esta chica ha salido como yo, va a ser actriz.» Pero también en eso se equivocó.

(...) De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas (...) 

Cáustica y dura en otras y hasta cruel, diría yo, en descripciones como -sin ir más lejos- las del principio, al hablar de las viejas viajeras, zascandiles, supersónicas,(...) ancianas volanderas en el aeropuerto; descrita una de ellas:
encajada en su silla (de ruedas) como una ostra en su concha y era una pizca de persona, una mínima momia de boca desdentada y ojos encapotados por el velo lluvioso de la edad.

E intercaladas a lo largo de la obra:

(...) pierde de repente a su marido en los urinarios de un aeropuerto y no tiene a nadie a quien recurrir. Qué drama tan ridículo, qué lugar tan desairado el de las mujeres abandonadas, viudas sin viudez, hembras que se desesperan esperando.

(...) cogí el teléfono y tecleé el primer número, que además se repetía varias veces:
—Hola, amor... Te estaba esperando... Estoy desnuda, y me he pintado los pezones de rojo para ti... —susurró una voz rasposa al otro lado.
Eran teléfonos eróticos. Ramón tenía un móvil clandestino para que le dijeran guarradas al oído.(...)


O reflexiones acerca de la vida del matrimonio:
 
Creo que esos momentos de ternura y compenetración (su juego protector encajando como en un rompecabezas con mi miedo) fueron lo más cercano a la pasión que Ramón y yo hemos vivido.

(La última vez que Ramón me había dicho «te quiero mucho» fue cuando le operaron del apéndice.)

Ahora comprendía por qué no me había separado de mi marido: aunque me aburriera con él, aunque me exasperara, Ramón era el aliento animal de mi guarida, el cobijo elemental del otro de tu especie, unos ojos que te ven y una presencia cómplice frente al terror de la intemperie, frente a ese mundo exterior lleno de tormentas, violentos huracanes y cataclismos.

De la mujer:

Lucía callaba demasiado, consentía demasiado, asentía demasiado; era asquerosamente femenina en su silencio público, mientras por dentro la frustración rugía. Lucía envidiaba a aquellas mujeres capaces de imponerse y de pelearse dialécticamente en el espacio exterior, siempre tan desolado. Como Rosa Montero, la escritora de color originaria de la Guinea española: era un tanto marisabidilla y a veces una autoritaria y una chillona, pero abría la boca la tal Rosa Montero (dientes deslumbrantes en su rostro redondo de luna negra) y la gente callaba y la escuchaba. Lucía hubiera deseado ser así, un poquito más animosa y más segura.

De la pérdida de atractivo:

(...) yo me teñía las canas de la cabeza, y me daba cremas reafirmantes en el pecho, y tenía celulitis en las nalgas, y por las noches, encerrada a cal y canto en el cuarto de baño, me quitaba los malditos dientes para lavarlos. ¿Alguna miseria más? Pues sí: manchitas en el dorso de las manos, el interior de los brazos pendulante, arrugas insufribles en el morro, las mejillas alicaídas y apagadas.

Y por si fuera poco lo dicho para demostrar que la novela no tiene desperdicio, los intervalos de acercamiento a la figura del anarquista, del anarquismo, y particularmente, de Durruti, personaje tan admirado por mi padre, que mientras le leía "Un millón de muertos" de José Mª. Gironella (tras la lectura, claro está, de "Los cipreses creen en Dios") escuchaba e iba intercalando comentarios, recordando anécdotas de sus propias vivencias durante la Guerra Civil española y esperaba con impaciencia que llegara el momento en que se hablara de él.

Como la propia Rosa Montero reconoce en sus escritos, tal vez haya páginas que se pudieran borrar de un plumazo sin que la historia perdiera -acaso, tal vez ganara- ritmo e interés. Es cierto. Pero les aseguro que no es mi admiración por la autora la que me lleva a decirles, tras esta segunda lectura (habrá más, seguro, porque las situaciones anímicas del lector nos llevan a obtener conclusiones distintas, a fijarnos en detalles no observados anteriormente que, cuando una obra nos gusta, nos lleva a releerla pasado un tiempo) que la obra es muy agradable e instructiva, y que el acercarse a ella será una sabia decisión.

lunes, 24 de junio de 2013

¡Qué solos se quedan los vivos!. Crónica de una despedida (2)


Está rabioso con el destino que le ha tratado tan mal,  que le ha dejado sin su apoyo, sin mamá, y teniendo que depender de nosotros casi para todo. Por ello durante todo el viaje, llorando unas veces, riendo otras, emocionado siempre... no paró de hablar de ella, de sus recuerdos, de sus ilusiones, de sus momentos compartidos. Y yo escuchaba en silencio, compartiendo. Recordando cosas ya sabidas, descubriendo otras, corroborando la certeza de ese amor, peculiar y a veces aborrecible para mí (recordando la imagen de la mujer sumisa sometida al esposo) y, al mismo tiempo, envidiando el no haberlo podido tener, sufriendo en mí misma las consecuencias de una pareja rota.

  Llegamos al pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante, cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”. Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:

- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que puedes, mira mucho por nosotros”.

Y rezó, moviendo los labios pero en silencio, mirando sin ver en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos apretadas a la reja.

 Yo no podía rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia interfiere en una íntima escena de amor.

Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su lazarillo.

  Entramos de nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino al pueblo musitó:
 
 - "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
 
 -         ¡Qué solos se quedan los vivos!, pensé yo.

  Fuimos a ver a los amigos que nos ofrecían albergue por esa noche. Inevitable hablar de mamá. Era su pueblo, su gente. Cumpliendo su deseo de reposar en su tierra, junto a sus padres, la llevamos allí. No habíamos vuelto desde ese día. El pueblo entero que conoció la noticia estuvo allí. Su pueblo, su gente. También nuestro por ser de ella. Sabiendo que cada saludo era a su vez una despedida. Sabiendo que vendiendo la casa cortábamos todo vínculo. Pero la casa ya no tiene sentido sin ella.

 Pasamos a verla. Se lo pedí yo. No quise entrar y verla vacía. Pero quería despedirme de "mi playiya”, donde tantas cosas se guardan de mi  adolescencia, de juegos con mis hijos, de estancias plagadas de amorosos detalles en los que ella nos preparaba aquellos platos que sabía que nos gustaban, en que me dejaba dormir lo que quisiera y descargarme de tareas  

 - “Descansa, que eres dormilona. Échate una siesta. No te preocupes, ya lo hago yo”.

 Al día siguiente, antes de las 9, hora de apertura del cementerio según constaba en el tablón, estábamos de nuevo ante la verja, ya abierta de par en par. Guié a papá ante la lápida y esta vez –quizás, si se dio cuenta, no lo entendió; aunque no me pidió explicación- le dejé solo... Me aparté unos pasos recordando imágenes de mamá y de ellos dos juntos, con el corazón oprimido por algo indefinible que no quise manifestar para no incrementar su dolor.

 Escenas que se quedan grabadas una vez que ya tienes “luces” para entenderlo. Como ese día, después de una comida familiar, en el que estábamos sentados ante la televisión en el cuarto de estar. Papá extiende la mano y toca la de mi madre.
 
– Tienes las manos frías.
 
Al no haber contestación -“¿Está dormida?”-, pregunta. Y al responderle que sí, se levanta y vuelve al cabo de un momento con una bata para taparla con un  mimo y un cuidado que sólo el verdadero cariño provoca…

 De nuevo un "¡Vamos!" y un "Adiós, chiquitica" dirigido en dirección a los nichos, mientras se agarraba de mi brazo.

  Y así iniciamos el viaje hacia donde nos esperaban el comprador y el notario: un pueblo cercano  donde papá vivió con sus padres y hermanos hasta que “voló” para seguir su carrera y formó su nueva familia cuando se casó. Yo, por el camino, solo escuchaba lo que él quería contar... era "su" viaje, su despedida, su duelo. Iba dispuesta a retrasar el regreso un día más para que pudiera descansar. Pero una vez terminados los trámites quería volver "a casa" y retomamos el viaje de vuelta, repleto una vez más de anécdotas de nuestra niñez, de su noviazgo, nuestros nacimientos, de canciones que a ella le gustaban... de poemas que él le hizo y que me quería cantar y recitar, pero que eran interrumpidos por los sollozos.

 Cuando le dejé en casa de mi hermana y mi cuñado -con quienes vive cotidianamente aunque pasa temporadas con nosotros- , y se fue a acostar (después de besarme y darme las gracias), volví a mi casa. Nada pude repasar... tal era el cansancio que sentía. Apenas comenté un par de cosas con mis hijos y me fui a dormir.

 Ha sido al día siguiente, cuando escribí un boceto del relato, y ahora, en que he necesitado este desahogo porque se encuentra mal y nos preocupa su estado, cuando se me ha venido encima toda la carga emocional...

  Agradezco la oportunidad de este viaje. Agradezco haber podido compartir tan íntimamente tantas horas con papá. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde niña. A quien he admirado, respetado y querido no sólo por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su hambre de cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá y a sus hijos... por tantas y tantas cosas compartidas con él.

 Pasado un tiempo le leí el esbozo: Se emocionó. Quería que supiera que le quiero, y que llegado el momento de tener que decirle adiós no pasara como con mi madre, a la que tantas cosas hubiera querido decir y no pude.

 Papá, espero haber podido transmitírtelo y lo lleves contigo como ya lo llevo yo.

 A él va dedicado este relato. Ahora tiene 84 años. 

Madrid, a 6 de Marzo de 2010.

           El viaje se hizo en 2006. Murió en mi casa, dormido, justo en la misma fecha del escrito, dos años después. Pudo saber lo que le quería, con hechos y palabras, y eso me reconforta.

¡Qué solos se quedan los vivos!: Crónica de una despedida.(1)

Así titulé el escrito que dediqué a mi padre, del que integro un párrafo dentro del comentario a "La ridícula idea de no volver a verte", de Rosa Montero. Creo que es de honor compartirlo en su totalidad, imagino que por su extensión ocupará varias entradas. Pretendía ser un desahogo íntimo (muchas veces, escribir ayuda a expulsar sentimientos que te ahogan y que por diversos motivos no sabes expresar de otro modo). Así que aquí queda este homenaje a ti, papá. Allá donde estés, sigues aquí. Te quise y te quiero mucho.

Tiene 78 años, y el pelo blanco, muy blanco. Los ojos blanquecinos por la catarata que no vale la pena operar. Llegaron a meterle en quirófano, pero una vez allí, y ya dormido, el oftalmólogo vio tan dañados los ojos que no quiso tocarlo. Una prueba más en la vida, otra ilusión perdida… ¡con lo que le costó tomar la decisión de operarse!. Cuenta que una bomba en la guerra civil, cuando él tenía tan solo 10 años, explotó tan cerca que le provocó un derrame.

Nunca quisieron hablar de ello. Retazos de conversaciones, comentarios aquí y allá fueron reconstruyendo esa terrible época. 
 
 ¡Dichosa guerra!. Ocho hermanos, siete varones y una chica, quedaron solos con su madre, casi en la calle. Hasta los colchones les quitaron. A la llegada de los “nacionales” (les había tocado en zona “roja”, sin saber por qué -como a tantos y tantos españoles que de repente eran enemigos de guerra por culpa de una imaginaria línea divisoria-, acusaron a su padre, mi abuelo, que aparece en la foto de boda de papá y mamá con un parecido impresionante a la apariencia que tiene su hijo ahora (cara diminuta de tan enjuta, rapado pelo blanco al estilo militar, erguido, esbelto aun a su edad y con una orgullosa sonrisa de dientes postizos -o sin dientes, quizás- y de hombre “bueno” en el sentido machadiano), le acusaron, digo, de no-sé-qué-historias por ser carabinero y acabó en la cárcel mientras que sus hijos y su mujer comían cáscara de patatas y guisos, naturalmente, sin aceite. 
 
 Anécdotas que la pátina del tiempo se encarga de suavizar y comentarios que ayudan a saber lo inmisericorde que puede llegar a ser una guerra. Recuerdo que un día mamá olvidó poner aceite en un guiso y papá le comentó: “Sabe igual que el que hacía mi madre”. Y entonces fue cuando se dio cuenta del ingrediente que faltaba, comentando luego: “claro, qué aceite iba a poner la pobre mía…”.
Nunca vio bien. Sus gafas de “culo de vaso” con esos círculos concéntricos que hacían ver unos ojos  diminutos en el centro, han ido con él siempre. Así le recuerdo desde niña. La pérdida gradual de visión, el acercarse el papel a la nariz para poder ver, lector impenitente, hasta que ya no pudo leer más. Jamás en vida de mamá llegó a reconocer que no veía. Incluso ahora sigue diciendo que ve. Sombras… pero que ve. No es cierto. No nos distingue a no ser que le saludemos. Pero es una reacción muy propia de quien no quiere verse desvalido, de quien no quiere molestar ni depender de los demás. Del ser independiente, orgulloso y autosuficiente que ha sido siempre.
  Ahora las arrugas lógicas del tiempo que se han acumulado por la vida, se han acelerado notoriamente desde hace un año hasta esta parte. Desde que murió mamá: su compañera desde hacía 59 años, su lazarillo y razón de vivir.

 
 Desde entonces todo su afán es cerrar capítulos. Completar todo lo que dejó preparado para ella, para cuando él faltase (jamás pensó ni remotamente que ella se iría antes que él) y pasarlo a sus hijos "tal y como ella hubiera dispuesto".
 ¡Se fue tan inesperadamente!. El terrible atentado en la estación de Atocha el día 21 de Marzo de 2004. La inconcebible masacre de inocentes. El revuelo. La tensión por no saber de nosotros, los  hijos que tomábamos ese tren, hasta bien entrada la mañana…
 Su corazón no resistió, y el día 23 de Marzo de 2004, sentada en su sillón del tresillo del cuarto de estar, frente a la tele, con los pies en alto en su escabel, esperando la llegada de mi hermano soltero, se quedó dormida para siempre. Papá, a su lado, en el sillón gemelo, escuchaba más que veía el noticiario de las tres. No notó nada. No oyó nada. Simplemente su corazón dejó de latir. Se fue y nos dejó ese enorme vacío de las despedidas incompletas, la impotencia del hecho consumado sin posibilidad de vuelta atrás, de las cosas que hubiéramos hecho o dicho y dejamos de hacer o decir porque parece que siempre habrá tiempo, o simplemente porque la rutina cotidiana obliga a pensar antes en cuestiones del día a día. Y te fuiste, mamá. Y el vacío que dejaste fue enorme, enorme.

Para solucionar esos asuntos, me pidió que le acompañara. He ido de viaje con él. Dos días intensos, lunes y martes, en coche. Íbamos a cerrar otro capítulo: la venta del piso en el pueblo donde tantos recuerdos se han amontonado. Donde pasaban los meses “buenos”, de abril a septiembre y donde íbamos invariablemente en las vacaciones de verano a pasar unos días con nuestros hijos, sus nietos. Los muebles y enseres indispensables, el mar, que se veía desde nuestro asiento en la mesa, y sobre todo, sus cuidados, sus guisos… ¡Ya no tenía sentido sin ella!
 
 Jamás había hablado tanto con él, y sin embargo he sido, creo, la que más lo ha hecho. He sentido siempre algo especial por él. Ya desde niña, cuando cruzaba la calle al verle llegar, sin mirar, loca por abrazarle. Cuando tenía que regañarme por hacerlo a pesar de su satisfacción y su ternura ante esa muestra de cariño. Este viaje me ha dejado tal carga emocional que me pasé el miércoles llorando. Pero agradezco la oportunidad de haberlo podido hacer. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde pequeña, a quien he admirado, respetado y querido no por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su ansia de saber, el respeto a la cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá... por tantas y tantas cosas compartidas con él cuando mamá cayó enferma tras el parto de mi hermano pequeño, cuando los médicos no daban con lo que tenía y ella se debilitaba poco a poco pasando tantas temporadas en el hospital que el "nene", como le llamábamos los mayores, con su media lengua le decía cada vez que los veía salir : "Un beso mamá, pero la maleta no la lleves ¿no?"

 
 Cinco hermanos. Yo, la segunda en orden de nacimiento y primera chica, tenía 9 años. Papá me enseñó a cocinar (¡ay! esos despistes de las judías con chorizo sin chorizo o esas patatas con carne sin refrito). Me ayudó en mis deberes escolares (nunca quiso que dejáramos de estudiar) y en el hospital pidió a mamá que le enseñara a hacer un festón y un ojal para que yo lo pudiera presentar en mis deberes del Instituto. Aún guardo ese cuadernito de cartulina azul con cuadritos de batista blanca envueltos en papel transparente donde lucen mis vainicas simples y dobles, mis puntos de cruz, el festón ondulado y el ojal con su correspondiente botón...
 
Recuerdo, al levantarnos, los bocadillos preparados con esmero por papá antes de salir a su trabajo, en riguroso orden de tamaño por edad, para que así supiéramos cada uno cuál era el nuestro, cuidadosamente envueltos en papel de periódico. Las charlas y comentarios durante la comida en la que, también por riguroso orden de edad, cada uno contábamos nuestras anécdotas del día... El verle llorar detrás de cualquier rincón, a escondidas, cuando pasaba algo ante lo que se veía impotente. Como aquella vez que estuvimos a punto de provocar un incendio porque se retrasó – del trabajo iba al hospital a estar con mamá- y hacía tanto frío que nos atrevimos a intentar encender la estufa de leña sin haber abierto el tiro para la salida de humos.  Esas llamas ruidosas y amenazadoras… Los cinco, de 3 a 13 años, aterrados. Salimos corriendo a buscar ayuda, que nos dio el señor Julián, el amable portero.
 
Todo estaba bien ya cuando papá regresó. Pero llorando y entre hipidos, hablando todos a la vez a su alrededor, desahogamos nuestra terrible impresión. Cuando se fue el portero, nos quedamos en silencio, sentados ante la tele, esperando. Sólo al verle aparecer volvieron las cosas a su ser.
 Recuerdo también el sentarnos a hacer los deberes mientras él atendía papeles o leía el periódico para que pudiéramos preguntarle cualquier duda. Invariablemente nos hacía recurrir a la enorme enciclopedia de dos tomos, verde, que nos certificaba si lo explicado era correcto o qué más podíamos aprender acerca de ello. Hermosa costumbre que los hijos hemos mantenido con los nuestros, con sus nietos.
 
Fue un chico despierto en el colegio. La posguerra y la falta de recursos hacían imposible una mayor formación cultural. En todo tiempo fue autodidacta, lo que no impidió que, al poder entrar en el ejército gracias a la recomendación del curita del pueblo (su hermano el mayor, Antonio, murió en el exilio, y los dos siguientes vieron cerrado ese camino por ser “hijos de rojo”), pudiera ir ascendiendo como “chusquero”, es decir, por años de escalafón y tras los cursos en la Academia que correspondiese (que significaban temporadas ausente), los enormes listados aprendidos de memoria de ríos, montes, poblaciones, que le ayudábamos a repasar “tomándole examen”, los mapas mudos…
Y luego, el traslado, el cambio de destino obligatorio entre los sitios vacantes hasta que se diera la posibilidad de elegir. Todo esto, no impidió, decía, que enseñara a otros que hicieron la “mili” con él. Así, nuestro “tito Oliva”, llamado así por ser personaje más presente en nuestras vidas que nuestros propios tíos, aprendió a leer y los conocimientos básicos suficientes para poder ascender y dedicarse también a la carrera militar. Siempre orgulloso de ser amigo de papá, de ser nuestro “tito” (mi primer regalo fue el suyo: un sonajero. Y aún mejor, el juego de pluma y bolígrafo al terminar mi carrera y llevar a sus hijos al centro donde yo enseñaba para presumir con orgullo de que fuera yo su profesora).
Más adelante pedían estudios oficiales para poder seguir ascendiendo y, sin ningún reparo, hizo el Bachillerato elemental y luego el superior apoyándose en nosotros, en nuestras explicaciones, compartiendo clases con niños y adolescentes.
 
Ahora, ciego, se ve impotente, resuelto una vez más a no dejarse vencer ni verse desvalido, pero con miedo. No quiere molestar, pero lo hace, se pone y nos pone en riesgos.
 
Estando yo descargando el coche, sacando cosas del maletero, papá pidió que le diera algún bulto, y mientras yo estaba terminando de sacar otros, veo que echa a andar por la misma carretera, sin darse cuenta de que un coche torcía la esquina.

 
- ¡Papá! , le grité asustadísima.
 

Dejé todo tal cual y me acerqué a él con la intención de colocarle en la acera.
- ¡No hagas eso nunca más!, le reprendí como a un niño.

 
- ¡A mí no me grites!, se revolvió. ¡No sé a quién crees que le hablas, con esos modos!
 
En un intento de distender la situación bromeando, le dije, sonriendo:
 
- ¡A quién me pareceré!
 
- ¡Pero tú eres una mujer! –respondió.
 
- ¡Vaya, hombre! ¿Y por ser mujer…?
 
Lo dejé así. Difícil cambiar convicciones de toda una vida y menos discutir sobre ellas en una situación semejante.
 
No se da cuenta de que con esa actitud no deja que le devolvamos la mitad de lo que por nosotros hizo. Y creo que le entiendo. Siendo lo que ha sido y viéndole como le veo comprendo perfectamente su rebelión. Estoy convencida de que no querría verme en su situación.

 
(Continúa)