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Capítulo duodécimo De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don Quijote
Habíamos dejado a nuestro caballero en buena compañía, bien comido y
atendido en la herida de su oreja, cuando llega un nuevo cabrero con
noticias recientes sobre la muerte de Grisóstomo, un estudiante
convertido en pastor y del desconsuelo de su enamorada Marcela, que,
aunque hija de un hombre rico, también andaba como pastora por esos
montes.
La noticia era que había solicitado ser enterrado en el campo, con
ceremonia pastoril, por lo que la Iglesia andaba queriendo impedirlo.
Sus compañeros querían respetar su voluntad y andaba por ello toda la
gente revolucionada mas
a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores
sus amigos quieren, y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde
tengo dicho; y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver, a lo menos
yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
Todos decidieron asistir, no sin antes ponerse de acuerdo sobre quién
guardaría las cabras, a lo que se ofreció uno de ellos porque no me deja andar el garrancho ((Cruce de garra y gancho).1. m. Parte dura, aguda y saliente del tronco o rama de una planta.)que el otro día me pasó este pie.
Como sabemos, Don Quijote, de natural curioso, no iba a desperdiciar la ocasión, así que...
Me había planteado si seguir o no, porque el trabajo de hacerlo no parece compensar. Pero ¡qué caray! se hace por amor al arte y para quienes lo veis, sean pocos o muchos, pero...
Por favor, si os gusta, cuesta poco dar a la mano con el dedito arriba, a suscribir y compartirlo...¿verdad? ¡Gracias!
De lo que le
sucedió a don Quijote con unos
cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen
ánimo, y,
habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a
Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que
despedían de sí ciertos tasajos de cabra
que hirviendo al fuego en un caldero estaban;
y aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si
estaban en sazón de trasladarlos del caldero al
estómago, lo dejó de hacer, porque los
cabreros los quitaron del fuego y, tendiendo por el
suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha
priesa su rústica mesa y convidaron a los dos,
con muestras de muy buena voluntad, con lo que
tenían. Sentáronse a la redonda de las
pieles seis dellos, que eran los que en la majada
había, habiendo primero con groseras ceremonias
rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo
que vuelto del revés le pusieron. Sentóse
don Quijote, y quedábase Sancho en pie para
servirle la copa, que era hecha de cuerno.
Viéndole en pie su amo, le dijo:
—Porque veas, Sancho, el bien que
en sí encierra la andante caballería y
cuán a pique
están los que en cualquiera ministerio della se
ejercitan de venir brevemente a ser honrados y
estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y
en compañía desta buena gente te sientes, y
que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y
natural señor; que comas en mi plato y bebas por
donde yo bebiere, porque
de la caballería andante se puede decir lo mesmo
que del amor se dice:
que todas las cosas iguala.
—¡Gran merced!
—dijo Sancho—; pero sé decir a
vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan
bien
y mejor me lo comería en pie y a mis solas
como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a
decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi
rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan
y cebolla, que los gallipavos de otras mesas
donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco,
limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me
viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la
libertad traen consigo. Ansí que, señor
mío, estas honras que vuestra merced quiere
darme por ser ministro y adherente de la
caballería andante, como lo
soy siendo escudero de vuestra merced,
conviértalas en otras cosas que me sean de
más cómodo y provecho; que
estas, aunque las doy por bien recebidas, las
renuncio para desde aquí al fin del mundo.
—Con todo eso, te has de sentar,
porque a quien se humilla, Dios le ensalza.
Y asiéndole por el brazo, le
forzó a que junto dél
se sentase.
No entendían los cabreros aquella
jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no
hacían otra cosa que comer y callar y mirar
a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana
embaulaban tasajo como el puño. Acabado
el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran
cantidad de bellotas avellanadas, y
juntamente pusieron un medio queso, más duro que
si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto,
ocioso el cuerno, porque
andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya
vacío, como arcaduz de noria, que con
facilidad vació un zaque de dos
que estaban de manifiesto. Después que don
Quijote hubo bien satisfecho su estómago,
tomó un puño de bellotas en la manoy, mirándolas atentamente, soltó la voz a
semejantes razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos
aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de
dorados, y no
porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de
hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella
venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los
que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de
tuyo y mío. Eran en
aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le
era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar
otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las
robustas encinas, que liberalmente les estaban
convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras
fuentes y corrientes ríos, en
magnífica abundancia, sabrosas y transparentes
aguas les ofrecían. En las quiebras de las
peñas y en lo hueco de los árboles formaban
su república las solícitas y discretas abejas,
ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno,
la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo.
Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de
su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con
que se comenzaron a cubrir las casas, sobre
rústicas estacas sustentadas, no más que para
defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz
entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se
había atrevido la pesada reja del corvo arado a
abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre; que ella
sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de
su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar,
sustentar y deleitar a los hijos que entonces la
poseían. Entonces sí que andaban las simples
y hermosas zagalejas de valle
en valle y de otero en otero, en trenza
y en cabello, sin
más vestidos de aquellos que eran menester para
cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha
querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de
los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y
la por tantos modos martirizada seda encarecen,
sino de algunas hojas verdes de lampazos,
y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan
pomposas y compuestas como van agora nuestras
cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que
la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces
se decoraban los concetos amorosos del alma simple y
sencillamente, del mesmo
modo y manera que ella los concebía, sin buscar
artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No
había
la fraude, el
engaño ni la malicia mezcládose
con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus
proprios términos, sin que la osasen turbar ni
ofender los del favor y los del interese, que tanto
ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún
no se había sentado
en el entendimiento del juez, porque entonces no
había qué juzgar ni quién fuese juzgado.
Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por dondequiera, sola y señera,
sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento
le
menoscabasen, y su
perdición nacía
de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos
nuestros detestables siglos, no está segura
ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto
como el de Creta43; porque
allí, por los resquicios o por el aire, con el
celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa
pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al
traste. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y creciendo
más la malicia, se instituyó la orden de los
caballeros andantes, para defender las doncellas,
amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a
los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos
cabreros, a quien agradezco el gasaje
y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
escudero. Que aunque por ley natural están
todos los que viven obligados a favorecer a los
caballeros andantes, todavía, por saber
que sin saber vosotros esta obligación me
acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la
vuestra.
Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien
escusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas
que le dieron le trujeron a la memoria la edad
dorada, y antojósele hacer aquel inútil
razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle
palabra, embobados y suspensos, le estuvieron
escuchando. Sancho asimesmo callaba y comía
bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque,
que, porque se enfriase el vino, le
tenían colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don
Quijote que en acabarse la cena, al fin de la cual
uno de los cabreros dijo:
—Para que con más veras
pueda vuestra merced decir, señor caballero
andante, que le agasajamos con prompta y buena
voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer
que cante un compañero nuestro que no
tardará mucho en estar aquí; el cual es un
zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre
todo, sabe
leer y escrebir y es músico de un rabel,
que no hay más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de
decir esto, cuando llegó a sus oídos el son
del rabel, y de allí a poco llegó el que le
tañía, que era un mozo de hasta veinte y
dos años, de muy
buena gracia.
Preguntáronle sus compañeros si había
cenado, y, respondiendo que sí, el que
había hecho los ofrecimientos le dijo:
—De esa manera, Antonio, bien
podrás hacernos placer de cantar un poco, porque
vea este señor huésped que tenemos que
también por los montes y selvas hay quien sepa
de música. Hémosle dicho tus buenas
habilidades y deseamos que las muestres y nos saques
verdaderos; y,
así, te ruego por tu vida que te sientes y
cantes el romance de tus amores, que te compuso el
beneficiado tu tío, que en
el pueblo ha parecido muy bien.
—Que me place
—respondió el mozo.
Y sin hacerse más de rogar se
sentó en el tronco de una desmochada encina, y,
templando su rabel, de allí a poco, con muy
buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta
manera:
ANTONIO
—Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo,
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido
ni menguar por no llamado
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido. Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho,
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
«Tal piensa que adora a un ángel
y viene a adorar a un jimio,
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo».
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo,
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella:
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro
por el santo más bendito
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y aunque don
Quijote le rogó que algo más cantase, no lo
consintió Sancho Panza, porque estaba más
para dormir que para oír canciones, y,
ansí, dijo a su amo:
—Bien puede vuestra merced
acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche,
que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo
el día no permite que pasen las noches cantando.
—Ya te entiendo, Sancho —le
respondió don Quijote—, que bien se me
trasluce que las visitas del zaque piden más
recompensa de sueño que de música.
—A todos nos sabe bien, bendito
sea Dios —respondió Sancho.
—No lo niego —replicó
don Quijote—, pero acomódate tú donde
quisieres, que los de mi profesión mejor parecen
velando que durmiendo. Pero, con todo esto,
sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta
oreja, que me va doliendo más de lo que es
menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba, y,
viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no
tuviese pena, que él pondría remedio con
que fácilmente se sanase. Y tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí
había, las mascó y las mezcló con un
poco de sal, y,
aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy
bien, asegurándole que no había menester
otra medicina, y así fue la verdad.
Nota:
¿Qué os parece el poema?
Podéis ver las expresiones y palabras comentadas en la página del Instituto Cervantes :
Capítulo octavo Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación
Seguían nuestro protagonista y su recién estrenado compañero vagando sin rumbo fijo por la meseta castellana, cuando Don Quijote llama la atención de Sancho hacia unos gigantes contra los que iba a librar batalla y vencerles para mayor gloria de su nombre, quitar la mala simiente sobre la tierra y ¿por qué no? el interés material: con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer.
No sabía aún el pobre Sancho en qué lío se había metido accediendo a acompañar a su nuevo amo, y, como es natural, pregunta extrañado porque lo que él ve "no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino".
Como veis, no es de ahora el descubrimiento de la energía eólica, y aunque el paisaje haya sido sustituido por nuevos molinos, ha sido y es elemento habitual en el paisaje castellano. Antes para moler la harina, ahora para el aprovechamiento de la energía.
Pues bien, quiso el viento soplar en ese momento y hacer que se movieran las aspas, por lo que Don Quijote se aseguró de la fiereza de dichos gigantes "y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo."
El buen Sancho no daba crédito a lo que veía, y menos a la ceguera de su señor, que aún después de probar los efectos de su locura exclamaba al querérsela hacer ver: "Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón(inventado, ya que no todos los personajes citados los saca de los libros), que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la voluntad de mi espada"
Le ayudó como pudo a montar de nuevo en el también molido Rocinante y continuaron su camino hacia Puerto Lápice, (municipio de la provincia de Ciudad Real) "porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero (de mucho tránsito de viajeros), en donde esperaba hallar muchas y nuevas aventuras" .
Pero iba entristecido Don Quijote por haber perdido su lanza en el singular combate, por lo que, rebuscando en su memoria, encontró la solución al recordar que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, había hecho grandes hazañas fabricándose él mismo un arma de madera. Así que decidió: "de la primera encina o roble que se me depare, pienso desgajar otro tronco tal y bueno como aquel, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas, y aser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas."
El bueno de Sancho le aseguró que creería todo lo que él le dijera, pero se preocupó de su lamentable manera de cabalgar "de medio lado", lo que indicaba hasta qué punto estaba mal; pero al explicarle Don Quijote que no era propio de caballeros el quejarse, le advirtió: "De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse."
Atento a sus necesidades, recordó a su amo que deberían comer, y aunque Don Quijote ni hambre tenía, permitió a su escudero hacerlo, por lo que, aun montado sobre su asno, "iba caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga"
Pararon en un bosque al llegar la noche, y mientras Sancho durmió "a pierna suelta", Don Quijote la pasó en vela fabricándose una nueva lanza y "por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras".
Hubiera seguido durmiendo Sancho de buena gana cuando su amo le despertó y enseguida pensó en su desayuno y en cómo repondrían lo que iban consumiendo, mientras Don Quijote tampoco esta vez quiso tomar nada.
Siguiendo su camino, y llegando ya a Puerto Lápice, Don Quijote advirtió a Sancho que pasara lo que pasara jamás pretendiera ayudarle cuando estuviera en lucha con caballeros, pues solo podría luchar con gente de su condición, a lo que Sancho replicó que no tendrían ningún problema con eso, ya que "soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle."
En esto aparecieron dos frailes sobre sus mulas, seguidos de un carruaje que no viajaba con ellos pero sí llevaban juntos el mismo camino. No tardó Don Quijote en inventar una nueva aventura: "o yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío."
Ya pensó Sancho que esto iba a ser aún peor que lo de los molinos, y aunque quiso avisar a su señor, pronto comprendió que de poco le servían sus advertencias porque "en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo:gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras."
No tenía problemas Sancho en ver la realidad de la situación, pero no por eso iba a intentar dejar de aprovecharse, por lo que al fin, tras algunas peripecias "arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido" mientras Don Quijote hablaba con la señora que en el carruaje viajaba, rogándole que, en premio a haberla librado de sus supuestos raptores, volviera atrás, hacia El Toboso, para contar a su amada Dulcinea lo que había hecho.
Pero no estaba muy dispuesto uno de los escuderos -vizcaíno, por más señas (los vizcainos . de Vizcaya- debían ser considerados gente muy belicosa, amigos de las peleas)- a volver atrás, por lo que se enfrentó a nuestro caballero y "dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura.".
Y, al modo que mantiene el interés una serie o telenovela con el "continuará", así Cervantes nos promete desvelar la intriga en el capítulo siguiente.
Capítulo séptimo De la segunda salida de nuestro buen caballero D. Quijote de la Mancha
Las voces de Don Quijote, que en ese momento despertaba, hicieron que se interrumpiera la selección de libros, por los que se dan algunos títulos que fueron condenados al fuego siendo "inocentes".
Era más importante atender a nuestro protagonista, que puesto en pie, animaba en un supuesto torneo repartiendo cuchilladas por todas partes. Queriendo calmarle y que volviera al lecho y ante sus desvaríos, el cura, a quien llamó señor Arzobispo Turpin (de las aventuras de Roldán, caballero de Carlomagno) le calma:Calle vuestra merced, señor compadre, dijo el cura, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañaa; y atienda vuestra merced a su salud por ahora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está mal ferido. Ferido no, dijo Don Quijote; pero molido y quebrantado no hay duda en ello
Y creyéndose esta vez Reinaldos de Montalbán, pidió de comer, comió y se volvió a quedar dormido.
Quemados los libros y tapiado el aposento-biblioteca para que no pudiera Don Quijote acceder a él (por obra de encantamiento, dirían) pasaron dos días hasta que nuestro caballero se levantó buscando, efectivamente, sus libros y quedó muy encolerizado por el supuesto hechizo. Sin embargo, permaneció en su casa muy tranquilo durante quince días entretenido con las visitas de sus amigos, el barbero y el cura.
Pero no cejaba en sus ideas, y por eso"En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que ese título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salir con él y servirle de escudero"
"Decíale entre otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y asentó por escudero de su vecino.
No olvidaba los consejos que le diera el castellano que le había armado caballero, por lo que "Dio luego Don Quijote orden en buscar dineros; y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad. Acomodóse asimismo de una rodela que pidió prestada a un su amigo, y pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester; sobre todo, le encargó que llevase alforjas."
Y así "Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque les buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido." Emprendieron el mismo camino que en su salida anterior tomara Don Quijote por el Campo de Montiel, y empezamos a ver en las conversaciones sobre la supuesta ínsula e incluso algún reino que el caballero prometía, la sabiduría socarrona y muchas veces tan acertada del escudero frente a las ilusiones y aires de grandeza de su nuevo señor.
Capítulo 47. Del extraño modo con que fue encantado don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos
Aunque Don Quijote estaba encantado de verse encantado de tal modo -permítaseme la redundancia-, no dejó de extrañarse de que fuera de esa manera, en una carreta tirada por bueyes, cuando él había leído que
siempre los suelen llevar por los aires, con estraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante;
Pide opinión a Sancho que, con la sinceridad habitual en él, aunque reconociendo su ignorancia sobre esos temas, lucha entre la fantasía de su señor y la realidad que él constata.
Temen los confabulados en el encantamiento que ese diálogo entre señor y escudero vaya a dar al traste con todo y deciden apresurarse; así que disponiéndolo todo se ponen en marcha, sin poder evitar nuevas burlas y pantomimas de la Maritornes, la ventera y su hija, que con grandes aspavientos y remedos de grandes penas, se despiden de él.
Caballero hasta en esa situación, aún quiere consolarlas el encantado Don Quijote y agradecerles sus servicios, cuando ya la comitiva se pone en marcha, no sin antes poner el ventero en manos del cura un nuevo escrito hallado junto a la novela del Curioso impertinente, cuyo título entrevé: Novela de Rinconete y Cortadillo (integrada, como ya se sabrá, entre las Novelas Ejemplares de nuestro autor).
Puestos ya en viaje ven llegar a seis o siete caballeros en comitiva con los que entran en coloquio.
Normal es que, extrañados al ver a Don Quijote de esa guisa, preguntasen el motivo... y aquí, una vez más, chocan las fantasías caballerescas de nuestro protagonista con la realidad de Sancho y su malhumor porque realmente su amo se creyera encantado. Sin embargo, sus reproches al cura son acerca de algo mucho más prosaico, puesto que si su amo vuelve a casa no podrá celebrarse el matrimonio soñado con la princesa Micomicona, condición para que él pudiera ocupar el ansiado cargo prometido por su señor:
Todo esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.
Tan exaltado ven a Sancho, que no quieren discutir más por evitar que en su enfado descubra el engaño a Don Quijote. Y así, hablando de las bondades y defectos de los libros de caballerías, les dejamos en el camino...
Capítulo 46: De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero don Quijote
Como recordaréis, dejamos a nuestro caballero envuelto en una nueva discusión (cómo no!) y a los cuadrilleros de la Santa Hermandad dispuestos a llevárselo preso si no fuera por la intercesión del cura, que les demostró fehacientemente (aunque le costó bastante) que era inútil llevarse a un loco como él, pues no había justicia alguna que pudiera aplicarse a alguien en tal situación.
El caso es que
Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y fueron árbitros della, de tal modo, que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos, en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales; y el barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni por siempre jamás, amén.
Aún quedaban otras cuestiones que solucionar, como era el que don Luís de ningún modo estaba dispuesto a regresar a su casa. Todo se fue apaciguando y aclarando, de modo que pareción volver la paz a la venta, si no fuera porque el ventero había visto cómo el cura pagaba al barbero y quería (y en realidad era justo) que se le recompensara por los odres de vino y otros daños que don Quijote le había ocasionado
Todo lo apaciguó el cura y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego,
Pero conociendo a don Quijote ya sabemos que esto no podía durar, y así, viendo que las cosas se tranquilizaban, decidió que era el momento adecuado para proseguir con su aventura y restaurar a la princesa Micomicona en su reino:
La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro. Y pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrén de la reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y vamos de aquí luego al punto.
Responde Sancho dudando que la historia de la tal princesa sea cierta, ya que la había visto
hocicando (besándose) con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta. Y el caso es que tenía razón, pues no podían evitar los enamorados esas muestras de cariño entre ellos, aunque intentaban hacerlas a escondidas. No obstante, le pareció mal a nuestro caballero semejante grosería y no se privó de decirlo:
¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete, no parezcas delante de mi, so pena de mi ira!
Y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgará que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara, y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor.
Quiso poner paz entre ellos la misma Dorotea, atribuyendo a "cosas de encantamiento" el que Sancho hubiera creído ver esos hechos, y ante semejante afirmación, don Quijote, creyéndolo "a pies juntillas" (luego os explico esta expresión) no sólo se mostró dispuesto a perdonarle sino que le mandó llamar. Estuvo conforme Sancho con que podían ser cosas de magos malvados, aunque recordase todavía el dolor de su manteamiento en aquella misma venta, que fue totalmente real.
El caso es que volvieron las aguas a su cauce y elaborando una nueva estratagema para evitar nuevos lances,
hicieron una como jaula, de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote, y luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos, por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto.
Y convenciéndole como si de apariciones se tratase, consintió nuestro caballero en entrar en semejante jaula y dejarse llevar...
¡Seguimos!
Capítulo cuadragésimo quinto:Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad .
Veíamos en el capítulo precedente cómo las versiones sobre la bacía o yelmo de Mambrino ("baciyelmo" lo llama Sancho, muy acertadamente) eran bien distintas según las dieran nuestros protagonistas o su anterior propietario.
Esa diferencia obliga a los allí presentes a dar su opinión, y no desaprovecha el barbero la ocasión para reírse del hecho y, de paso, ganarse un poco más la confianza de Don Quijote, al que, como sabemos, querían hacer retornar a su casa. El caso es que comenta: Y así, y tras apoyar
-Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.
-No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad (...)
Y así, y tras apoyar dichas palabras todos los que estaban en el complot (cura, Cardenio, ...) y las conclusiones a las que llega Don Quijote sobre los extraordinarios sucesos que ocurren en ese castillo, dejan al pobre barbero en un estado de confusión tal que ya no sabe si es él quien no rige o se ha encontrado entre un grupo de personas que consideraba respetables y son a cual más loco.
Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, (...)
Estos que no entendían nada no pueden evitar el intentar mediar en lo que allí se discutía y, naturalmente, lo único que consiguen es liar aún más la insensata situación, aumentando las risas de los que sabían de la locura "quijoteril" y desconcertándoles aún más la airada reacción de nuestro caballero. ¡Vaya que si se lió!:
El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada, que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerno con ellos muy a su sabor; el ventero tomó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad; de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria a don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante, y así dijo, con voz que atronaba la venta:
-Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida.
En fin el más loco de todos fue el que vino a traer la paz y la cosas se apaciguaron, volviendo las aguas a su cauce. Pero no era cuestión de desaprovechar la ocasión, por lo que deciden presentar a Don Quijote a la Santa Hermandad, una excusa como otra cualquiera para terminar ya de devolverle a su casa, atado y encantado por una razón suficientemente fuerte para nuestro protagonista, que a pesar de todo aún exclama, indignado:
(...) decidme: ¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay ejecutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
No era Don Quijote de los que se rinden, así que a grandes voces consiguió llamar la atención de los de la posada, no sin antes dar tiempo a la Maritornes de desatar el estribo para que no quedaran restos de su "trastada". El caso es que cuando acudieron y vieron de tal guisa a nuestro caballero, una vez que le hubieron desatado, comprobaron una vez más los que le conocían el grado de locura de nuestro caballero e informaron de ella a los recién llegados.
Estos caballeros venían en busca del enamorado de Doña Clara, del que, disfrazado de caballerizo, ya supimos por ella misma y por la prodigiosa voz que todos pudieron escuchar.
En fin, que aunque el ventero no supo dar noticias ciertas, los demás sí indicaron que dicho caballerizo podía ser el que buscaban, y se enzarzaron los cuatro caballeros con don Luis, que este era su nombre, al que encontraron dormido junto a un mozo de mulas, para llevarle, de grado o por fuerza, junto a su padre...
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabia la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar contra su voluntad a aquel muchacho.
-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
-No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
Entretanto, quisieron aprovecharse del jaleo dos huéspedes para irse sin pagar, pero no era el ventero de los que descuidan sus intereses, por lo que desembocó la trifulca en una pelea tal que pidieron ayuda a D. Quijote. Contestó éste que, según las leyes de caballería, no podía meterse en nueva empresa si ya estaba comprometido en una (como le pasaba a él con la princesa Micomicona) y que, sin embargo, podría ayudarle si le daban permiso. Consiguió la autorización de Dorotea, como es lógico, pero había otro problema: no podía un caballero inmiscuirse en peleas "escuderiles", así que no había otra: sería Sancho el que debería ocuparse de ello.
Deja el autor el asunto de la pelea para volver a ocuparse de don Luis, a quien el padre de doña Clara ya había reconocido como el hijo de su vecino. Y con esta confianza, se relata:
-Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueña de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y cómo yo soy el único heredero; si os parece que éstas son partes para que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo;
No era fácil tomar una decisión tan comprometida sin pensarlo detenidamente, así que decidieron esperar. Pero el diablo no puede estar ocioso (o la novela sin acontecimientos), así que, cuando el ventero consiguió que se le pagase y estaban los demás huéspedes esperando el final del suceso entre don Luis y su vecino:
el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho,
Uno porfiaba en que le devolviesen lo suyo; los otros (don Quijote y Sancho) aclaraban que había sido ganado "en buena lid" y que bacía o yelmo ("baciyelmo" lo llama Sancho, para abreviar) había sido de muy buen provecho para don Quijote, pues le había librado de buenas pedradas.
Y así nos deja el autor en espera del nuevo capítulo.
Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos
Habíamos dejado a nuestros protagonistas y amigos escuchando una dulce voz que cantaba en las caballerizas. A todos llamó la atención por lo agradable que era. Tanto, que Dorotea no duda en llamar a una dormida Clara que, al despertar y oir la mencionada voz, lamenta más que celebra el que Dorotea la haya animado a oirla. ¿Por qué? ¡Oh, casualidad! Resulta que quien así cantaba, lejos de ser el mozo de mulas que todos creían, era un personaje principal que andaba en amores con ella (Clara)
-Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la corte; y aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no se lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mi, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacia era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo;
Pero sucedía que consideraba imposible que estos amores pudieran llegar a buen fin porque...
-¡Ay, señora! -dijo doña Clara-, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico, que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más su esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo; aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado teste amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
El caso es que Dorotea no parecía dar mucha importancia a los obstáculos que Clara veía y le aconsejó que siguiera descansando y esperara la llegada del nuevo día.
Quienes no descansaban, queriendo vengarse de los líos que Don Quijote había provocado en la Venta en su visita anterior, eran la Maritornes y la hija de los venteros: Idearon una estratagema para burlarse de él y reírse a su costa, y así, mientras don Quijote en la caballeriza, subido en Rocinante y apoyado en su lanzón, parloteaba solo, según su costumbre, dirigiendo sus pensamientos a la "sin par Dulcinea", le llamaron desde un hueco que había en el pajar...
y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y así como vio a las dos mozas, dijo:
-Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene Amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía de dárosla en continente,
Le convence la Maritornes de que le ofrezca la mano, mientras tenía preparado el cabestro en el que estaba atado el asno de Sancho. No dudó Don Quijote en hacer lo que le pedían, pues era norma de caballero -y así lo había prometido- el acceder a lo que una dama le solicitase. Así pues, subido de pie sobre Rocinante para así llegar mejor al que él suponía ventanuco del palacio, Maritornes le ató, sujetando el arnés a la puerta, de manera que nuestro caballero quedó inmovilizado y así tuvo que permanecer toda la noche, con gran cuidado de que Rocinante no se moviera, o le partiría la mano. Y al verse de ese modo:
allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado.
En eso, poco antes del amanecer, llegaron cuatro hombres de a caballo... Y ¡ya conocemos a Don Quijote!: en lugar de solicitar su ayuda, se entretuvo en sus usuales circunloquios. En fin, es gracioso leer los diálogos entre ellos y cómo consiguió nuestro protagonista lo contrario de lo que necesitaba y justo lo que de éste y de su locura podíamos esperar...
Capítulo cuarto De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta
Ya
amanecía cuando nuestro flamante caballero, orgulloso de su "gran
noche", cabalgaba de nuevo. Pero, ¡cómo no!, dando vueltas en su mente a
los consejos del "castellano", decidió que era importante hacer lo que
le había recomendado y volver a su casa a por dineros, ropa limpia y,
sobre todo, un escudero.
En ésas estaba, cuando al pasar cerca de
un bosque oyó quejidos lastimeros y vio la primera ocasión de practicar
su oficio. Se dirigió hacia allí y vio "atada
una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de medio
cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las voces daba y
no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un
labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprensión y
consejo, porque decía: la lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho
respondía: no lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no
lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado
con el hato"
No lo pensó dos veces Don Quijote y se dirigió hacia el hombre que así
maltrataba al joven (creyéndole caballero también por tener una lanza
apoyada en el árbol junto a la yegua). El motivo del castigo era que el
dueño del rebaño acusaba al chico de ser ladrón, ya que cada día le
faltaba alguna oveja, mientras que el muchacho replicaba que hacía mucho
que el hombre no le pagaba el salario prometido.
Quiso nuestro
caballero hacer justicia mandando al chico, Andrés, que acompañase a su
patrón, Juan Haldudo, a donde decía tener su dinero, aconsejándole que
se fiara de su condición, a pesar de sus dudas, dándole su promesa de
volver a castigarle si no cumplía. Y con la confianza que Don Quijote
tenía en la palabra dada, siguió su camino muy satisfecho de cómo había
solucionado el problema (enderezado el entuerto o deshecho el agravio).
En
cuanto desapareció nuestro iluso protagonista, mientras pensaba él en
lo bien que había actuado, el hombre volvió a atar al chico y siguió
pegándole hasta que le pareció suficiente. Recomendándole cuando le
soltó: "Llamad, señor Andrés, ahora,
decía el labrador, al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface
aqueste, aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana
de desollaros vivo, como vos temíades."
Juró el muchacho ir a buscar a Don Quijote porque todavía tenía edad de creer en caballeros, pero, entretanto, "él se partió llorando y su amo se quedó riendo.".
No
hubo de andar mucho Rocinante, que era quien decidía el camino a
seguir, cuando se cruzaron con unos mercaderes toledanos que iban a
comprar a Murcia."Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie.".
Como
parece natural ya, pues vamos conociendo a nuestro protagonista, de
nuevo atribuyó al grupo cualidades que no tenía, y parándose en mitad
del camino les increpó: "todo el mundo
se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea
del Toboso.".
Cervantes, viajero infatigable por su
trabajo como recaudador y por su propio carácter, era buen conocedor de
las gentes que poblaban los caminos y así, a lo largo de la obra, nos
los va retratando como gente sencilla pero socarrona, dispuesta siempre a
pasar un buen rato a costa de quienquiera que se atreviera a hacerles
frente, si en broma, por broma, si de veras, por orgullo y porque era
gente acostumbrada a las peleas. Así que tantearon al caballero
diciéndole que les enseñara tan gran hermosura, que no tendrían ningún
problema en reconocerla si así era.
Planteó Don Quijote, con su aplastante lógica: "¿qué
hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia
está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y
defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y
soberbia: que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería,
ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra
ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte
tengo."
Hay que reconocer que, aparte de fanfarrón,
gustaba nuestro caballero de meterse en jaleos, porque a pesar de que
quisieron convencerle, "arremetió con
la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que
si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara
Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue
rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar,
jamás pudo: tal embarazo le causaba la lanza, espuelas y celada, con el
peso de las antiguas armas" y aun así, tirado en el suelo, exclamaba: "non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido."
Sin duda era demasiada altanería, así que uno de los mozos de mulas, no
sólo le partió la lanza, sino que aprovechó los pedazos, al ver que ni
aún así se callaba, para dejarle tan molido "como cibera" (Residuo de los frutos después de exprimidos.).
Cuando el mozo se cansó y todos se fueron, Don Quijote, que si no había
podido levantarse cuando cayó de Rocinante, menos podía ahora después
de la paliza, aún supo sacar sus propias conclusiones a lo que había
pasado "Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes, y
toda la atribuía a la falta de su caballo"
¡Seguimos!
martes, 8 de mayo de 2012
Proseguimos la lectura del Don Quijote. Y llegamos al capítulo 31
De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho Panza su escudero, con otros sucesos
Habíamos
dejado a Sancho con un interesado Don Quijote. Contaba Sancho su visita
a Dulcinea y una vez más nos hallamos ante el contraste entre la
sinceridad del escudero y la fantasía de su amo.
¿Y
qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste
ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para
este su cautivo prisionero. No la hallé, respondió Sancho, sino aechando
dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
Capítulo decimotercero Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos
Apenas amaneció, fueron los pastores a despertar a Don Quijote por si quería acompañarles, como dijera el día anterior.
Se pusieron en marcha y en el camino se encontraron con seis pastores "de luto" y dos hombres a caballo que también se dirigían al singular entierro y hablaban entre ellos de la singular historia que conocimos en el capítulo anterior. Pero al ver el aspecto y expresiones de Don Quijote, no tardaron mucho en interesarse por él y preguntarle acerca del porqué iba de esa guisa.
No hacía falta animarle mucho para hablar del tema y así respondió Don Quijote: - La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paso, el regalo y el reposo allá se inventaron para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Siguieron preguntándole sobre qué era un caballero andante, por qué se encomendaban a su dama y no a Dios antes de una batalla, las relaciones entre la Iglesia y los caballeros, sobre las cualidades de Dulcinea... y para todo tenía Don Quijote (seguir leyendo)
Mi elección de los títulos a leer es aleatoria, por eso es coincidencia que las dos novelas con las que empiezo esta sección tengan el denominador común de la Guerra Civil española.
Se ve que la inspiración tiene también sus ciclos y la tan traida y llevada "memoria histórica" resucita voces que callaron durante mucho tiempo y, claro está, esas voces "dormidas" tienen el color de la sangre, rojo, no colorado, que son las que callaron por más tiempo.
Estas heridas duelen, están aún muy recientes porque hay gentes vivas que lo sufrieron en sus propias carnes y aún pueden hablar, a veces manteniendo el temor, porque ése parece el denominador común de estas historias: el miedo.
Una guerra es una guerra. Hay dos bandos y ambos cometen atrocidades porque en eso consiste una guerra. Luego, uno gana y el otro se convierte en el "malo" al que hay que, no ya masacrar, que también, sino sobre todo hacerle callar por temor a las represalias.
Pero aquí se habla de valentía y decisión en su momento, heroicidades como el de esas mujeres que en la cárcel perseveran en sus convicciones, las mismas que las llevaron allí y que mantienen en jaque a sus familiares, pendientes de las horas de visita a la cárcel y de esa llamada a sus puertas que las llevarán a un interrogatorio, la tortura y a engrosar la población de esas cárceles donde se hacinan miles de mujeres en espacios pensados para no más de 500.
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y esta historia lo es.