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jueves, 23 de agosto de 2012

Leyendo el Quijote. 1ª parte. Capítulo 25

Que trata de las extrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitacion que hizo a la penitencia de Beltenebros

Don Quijote se despidió del cabrero y montándose en Rocinante, indicó a Sancho que le siguiese. Mientras se adentraban por la Sierra, iba Sancho ardiendo en deseos de hablar, pero no se atrevía por la prohibición que su amo le había hecho, cansado ya de su palabrería y las continuas interrupciones que le impedían centrarse debidamente en sus pensamientos.

Aguantó Sancho lo que pudo; pero viendo que su amo nada decía, comenzó a hablar pidiéndole que le permitiera regresar a su casa
porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida.

Tanto insistió en su desahogo, que... Ya te entiendo, Sancho, respondió Don Quijote, tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado, y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras.

En fin, Sancho, viéndose libre de la prohibición, le hizo saber de nuevo sus recelos y dudas ante la necesidad de meterse en tantas aventuras que tan malas consecuencias tenían para ellos (ya que siempre acababan dejándoles maltrechos), y así le pedía que evitara meterse en la que el loco Cardenio les había narrado.

Pero ya conocemos a nuestro caballero: era inflexible en su decisión cuando se trataba de acudir a la ayuda de damas de tan alta condición como, en esta ocasión, lo era la reina Madasima.

De mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente; cuanto más que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano. Mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas; ¿mas quién puede poner puertas al campo? Cuanto más que de Dios dijeron..., se desahogó Sancho con esta serie aparentemente inconexa de refranes.
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Su amo le escuchó atento, pero de nada sirvieron sus consejos... Don Quijote había decidido imitar los duelos de Roldán, aunque fuera solo en parte, y llorar por su amada Dulcinea aunque (como bien le indicó Sancho) no tuviera motivos para ello. No obstante, le mandaría con él una carta, y penaría hasta que recibiese contestación ya que el toque está en desatinar sin ocasión, y dar a entender a mi dama, que si en seco hago esto, qué hiciera en mojado; cuanto más que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso, que como ya oíste decir a aquel pastor de marras Ambrosio, quien está ausente todos los males tiene y teme.

Preparándose al efecto, pregunta a Sancho por el yelmo de Mambrino. Éste, harto, le hace ver la locura que es creer que una bacía de barbero sea otra cosa, a lo que Don Quijote, que siempre tiene respuesta para cada ocasión, contesta: y así eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mi el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa: y fue para providencia del sabio que es de mi parte, hacer que parezca bacía a todos, lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármele; pero como ven que no es más de un bacin de un barbero, no se curan de procuralle

Quería Don Quijote quedarse desnudo, liberar a Rocinante, y quedar allí llorando su desventura mientras Sancho partía a llevar su carta a Dulcinea... Recordemos que Sancho se había quedado sin su pollino, por lo que su espíritu práctico se impuso de nuevo: y en verdad, señor caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced van de veras, que sea bien tornar a ensillar a Rocinante para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta, que si la hago a pie no sé cuando llegaré ni cuando volveré, porque en resolución soy mal caminante.

Digo, Sancho, respondió Don Quijote, que sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio, y digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas. Pues ¿qué más tengo que ver, dijo Sancho, que lo que he visto? Bien estás en el cuento, respondió Don Quijote: ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas de este jaez que te han de admirar.


Temiendo Sancho el estado en que quedaría su señor con tantas locuras que pretendía hacer, intentó convencerle: Y más le ruego, que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora, y escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.

Anduvieron así dando vueltas a cómo escribir la carta y hacérsela llegar, cuando D. Quijote se da cuenta de que no sabe leer. Nombra a sus padres y es entonces cuando obtenemos su más exacta descripción:

Ta, ta, dijo Sancho. Qué ¿la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? Esa es, dijo Don Quijote, y es la que merece ser señora de todo el universo. Bien la conozco, dijo Sancho, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. Vive el dador, que es moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o andar, que la tuviere por señora. ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! .
ImagenSe la describe como una campesina zafia y tosca, pero aún así, obtiene más el beneplácito de Sancho que si de una dama de alta alcurnia se tratase, aunque insista D. Quijote: y para concluir con todo, yo me imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéricas, griega, bárbara o latina; y diga cada uno lo que quisiera, que si por esto fuere reprendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
Se trata, como vemos, de la primera vez en que nuestro protagonista confiesa sus invenciones y reconoce sus locuras, pero el reconocerlo, no es en modo alguno obstáculo para no mantenerse en ellas...

¡Seguimos!