
 
¿Sabías que... un 13 de febrero de 1837 se suicidó, a los 27 años, Mariano José de Larra ? Extraordinario periodista, inciso y mordaz, bajo el seudónimo de "el pobrecito hablador" ya merecía la inmortalidad solo con su "Vuelva usted mañana", artículo que reproduzco completo...
  ¿Os suena de algo?
 Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza. Nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
    Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi
    casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro
    país una idea exagerada e hiperbólica; de éstos que, o creen que los hombres aquí son
    todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o
    que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen
    imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como [nuestras ruinas] nuestra
    ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones
    que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido
    precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países. 
    Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda
    vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo [comparáramos] compararíamos
    de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su
    artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar
    asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas
    extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que
    debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el
    orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles
    cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza. 
    Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta
    ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar
    que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar. 
    Un extranjero de éstos fué el que se presentó en mi casa, provisto de competentes
    cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones
    futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos
    caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra
    patria le conducían. 
    Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que
    pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro
    en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración,
    trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese
    a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de
    pasearse. Admiróle la proposición, y fué preciso explicarme más claro. 
    --Mirad --le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a
    pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
    --Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos
    un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis
    ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado
    mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizados en debida forma;
    y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer
    mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis
    especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado
    mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco
    días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el
    noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo
    aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días. 
    Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba
    retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna
    jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de
    asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado. 
    --Permitidme, monsieur Sans-délai --le dije entre socarrón y formal--, permitidme que
    os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
    --¿Cómo?
    --Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
    --¿Os burláis?
    --No por cierto.
    --¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
    --Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
    --¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de
    hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
    --Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera
    a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
    --¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
    --Todos os comunicarán su inercia.
    Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino
    por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los
    hechos en hablar por mí. 
    Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual
    sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido;
    encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró
    francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo
    definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y
    marchámonos. Pasaron tres días: fuimos. 
    --Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no se ha
    levantado todavía.
    --Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
    --Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la
    siesta.
    --Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los
    toros.
    --¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana
    --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio. 
    A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido
    Díez, y él había entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas,
    nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos. 
    Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones. 
    Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas
    pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el
    genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin
    del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia;
    sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después
    otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa
    escribir no le hay en este país. 
    No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado
    llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas
    hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el
    sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con
    la cabeza al aire y sin salir de casa. 
    Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni
    respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud! 
    --¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? --le dije al llegar a estas
    pruebas.
    --Me parece que son hombres singulares...
    --Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
    Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo
    que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente. 
    A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión. 
    --Vuelva usted mañana --nos dijo el portero--. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
    --Grande causa le habrá detenido --dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos
    encontramos, ¡qué casualidad! al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar
    una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid. 
    Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero: 
    --Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
    --Grandes negocios habrán cargado sobre él--, dije yo. 
    Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el
    agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una
    charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo [acertar] el acertar. 
    --Es imposible verle hoy --le dije a mi compañero--; su señoría está, en efecto,
    ocupadísimo. 
    Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había
    pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y
    [su plan] de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el
    expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que
    nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante.
    Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran
    convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa. 
    Vuelto de informe, se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de
    que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño
    error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando
    después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el
    conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fué el caso al llegar aquí
    que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro. 
    --De aquí se remitió con fecha de tantos --decían en uno.
    --Aquí no ha llegado nada --decían en otro.
    --¡Voto va! --dije yo a monsieur Sans-délai-- ¿sabéis que nuestro expediente se ha
    quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una
    paloma sobre algún tejado de esta activa población? 
    Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio! 
    --Es indispensable --dijo el oficial con voz campanuda--, que esas cosas vayan por sus
    trámites regulares.
    Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro
    expediente tantos o cuantos años de servicio. 
    Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al
    informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver
    siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: "A pesar de la justicia
    y utilidad del plan del exponente, negado".
    --¡Ah, ah, monsieur Sans-délai! --exclamé riéndome a carcajadas--; éste es nuestro
    negocio. 
    Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como si dijéramos a
    todos los diablos. 
    --¿Para esto he echado yo viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré
    conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana? ¿Y
    cuando este dichoso mañana llega, en fin, nos dicen redondamente que no?
    ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más
    enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
    --¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La
    pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es
    más fácil negar las cosas que enterarse de ellas. 
    Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para
    la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión. 
    --Ese hombre se va a perder --me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
    --Esa no es una razón --le repuse--; si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en
    concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
    --¿Cómo ha de salir con su intención?
    --Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse; ¿no puede uno aquí morirse
    siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
    --Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor
    extranjero quiere [hacer].
    --¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
    --Sí, pero lo han hecho.
    --Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. Conque, porque siempre se
    han hecho las cosas del modo peor posible, ¿será preciso tener consideraciones con los
    perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al
    moderno.
    --Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
    --Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
    --En fin, señor [Bachiller] Fígaro, es un extranjero.
    --¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
    --Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
    --Señor mío --exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia--, está usted en un error
    harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por
    poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco
    orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones
    que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el
    de recurrir a los que sabían más que ellas.
    Un extranjero --seguí --que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en
    él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien
    hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero. Si pierde, es un héroe; si gana, es
    muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no
    podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a
    sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en
    él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más
    caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al
    suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son
    españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un
    capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de
    talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o
    muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y
    hasta ha contribuído al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de
    estas importantes verdades, todos los gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los
    extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de
    esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar
    a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras
    en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo
    por sus gestos de usted --concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo-- que es
    muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto,
    si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay
    hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen:
    "Hágase el milagro y hágalo el diablo." Con el Gobierno que en el día
    tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y
    quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los
    batuecos.] 
    Concluída esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
    --Me marcho, señor [Bachiller] Fígaro--me dijo--. En este país no hay tiempo para
    hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable. 
    --¡Ay! mi amigo --le dije--, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca
    paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
    --¿Es posible?
    --¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...
    Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo. 
    --Vuelva usted mañana--nos decían en todas partes--, porque hoy no se ve.
    --Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial. 
    Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la
    imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir: --Soy
    [un] extranjero--. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos! 
    Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días
    tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver] las pocas rarezas que tenemos
    guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año
    más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra,
    y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias
    excelentes de [las] nuestras costumbres [de nuestros batuecos]; diciendo, sobre todo, que
    en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a
    la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que
    había podido hacer bueno, había sido marcharse. 
    ¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy
    escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de
    nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar
    nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer
    hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería,
    pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para hojear [los pocos folletos]
    que tengo que darte [ya], te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y
    callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima
    y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más
    de una pretensión empezada y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido
    acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de
    hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de
    mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que pueda hacer hoy
    que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que
    paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen
    español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café,
    me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un
    cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o
    la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en
    fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida
    desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fué de pereza. Y concluyo por hoy
    confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones,
    el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las
    noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las
    noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias
    resoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana,
    que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás! 
    (El Pobrecito Hablador, enero de 1833)