Capítulo segundo
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso D. Quijote
Bien, pues ya tenemos a nuestro caballero completamente decidido "y
así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le
viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes
de Julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su
mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta
falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo" .
No
pasó mucho tiempo, ya que tantas y tantas vueltas daba al tema en su
cabeza para que todo siguiera punto por punto las leyes de caballería,
en que se diera cuenta de que le faltaba una de las condiciones
principales: ¡nadie le había nombrado caballero! y así, difícilmente iba
a poder hacer lo que quería.
No se echó atrás, sin embargo, y decidió "hacerse
armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que
así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían".
Dejándose Don Quijote llevar por Rocinante, pues no tenía una dirección
determinada y creía que así dejaba más espacio a que fuera la suerte o
el azar la que decidiera, Cervantes no puede evitar imitar irónicamente
el lenguaje de muchos de los escritores barrocos describiendo la salida
del sol:
"Apenas había el rubicundo
Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas
hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados
pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
armonía la venida de la rosada aurora que dejando la blanda cama del
celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los
mortales se mostraba".
A esas horas tan tempranas
iba, pues, nuestro caballero por el campo de Montiel (comarca española
de La Mancha baja) y pensando en aquel sabio a quien le correspondería
escribir contando sus importantes hazañas y quejándose de los desdenes
de su señora Dulcinea (a la que, recordemos, hacía mucho tiempo que ni
veía ni hablaba; ajena totalmente al ascenso en su posición social
gracias a las locuras de Don Quijote), aunque Cervantes juega con la
supuesta historia del primer cronista de sus hazañas (el supuesto
Cideamete Benenjeli que escribió el manuscrito encontrado por él), pasó
el día sin que nada importante sucediese, más que el calor y el hambre
con el que, ya al anochecer, encuentra una venta (lugares de reposo y
descanso de caminantes, parecidos a nuestros actuales mesones y
hostales) y a ella se dirige creyendo "que
era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata,
sin faltarle su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos
adherentes que semejantes castillos se pintan." .
No se atrevía a ir más allá Don Quijote, aguardando a que alguien en el "castillo" anunciase su llegada, y "En
esto sucedió acaso que un porquero, que andaba recogiendo de unos
rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman), tocó un
cuerno, a cuya señal ellos se recogen,". Era la señal que
Don Quijote esperaba y al ver que huían asustadas dos mujeres "de la
vida" que en la puerta estaban, a las que -¡cómo no!- tomó por nobles
damas e intentó tranquilizarlas con tal lenguaje y hechos que ellas, por
su ridículo aspecto y su rara forma de hablar, comenzaron a reír.
Era Don Quijote muy orgulloso y esas risas le sentaron muy mal y tal vez hubiera llegado a mayores si el encargado de la venta, el ventero, viendo cómo iba armado, no hubiera usado sus mejores dotes de persuasión para convencerle de que descansase, aunque aclarando que no tenían habitaciones. A lo que Don Quijote, muy satisfecho, responde con dos versos del romance anónimo:
Mis arreos son las armas
mi descanso el pelear,
mi cama los duras peñas,
mi dormir siempre velar;
las manidas son oscuras
los caminos por usar,
así ando de sierra en sierra
por orillas de la mar,
a probar si en mi ventura
hay lugar donde avadar;
pero por vos, mi Señora,
todo se ha de comportar.
El
resto del capítulo es duro, porque no para el autor de ridiculizar a
nuestro protagonista a través de las bromas de las "doncellas" que
pretenden desnudarle sin conseguir quitarle "la
gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas
cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los nudos" es decir, la parte de la supuesta armadura que cubrían su cabeza y hombros.
En fin, llega la hora de comer y "Pusiéronle
la mesa a la puerta de la venta por el fresco, y trájole el huésped una
porción de mal remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y
mugriento como sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer,
porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner
nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponía; " y en esa ridícula situación llega un castrador de puercos que hizo sonar "su
silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar
Don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con
música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras
damas, y el ventero castellano del castillo; y con esto daba por bien
empleada su determinación y salida.".
Pero, aunque muy satisfecho, no podía estar tranquilo hasta que consiguiese lo principal: el ser armado caballero.
¡Seguimos!