Fallecieron en esta fecha
- de 1961, Miguel Nicolás LIRA, escritor, funcionario público y maestro mexicano. Citado en su fecha de nacimiento, un 14 de octubre de 1905.
Acababa de aprobar su primer año en la Escuela de Jurisprudencia cuando en enero del 1925 su primer libro de versos, Tú, fue editado por el gobierno del estado de Tlaxcala.
En 1927, animado por la crítica, edita su segundo libro de poemas, La Guayaba, que también fue publicado por la imprenta del gobierno de Tlaxcala.
Lira participó en el grupo Los cachuchas integrado por Frida Kahlo, Alfonso Villa, Alejandro Gómez Arias, entre otros, todos discípulos de Ramón López Velarde.
Obras: Donde crecen los tepozanes (novela, 1947), La escondida (Premio Miguel Lanz Duret 1948); Una mujer en soledad; Corrido de Manuel Acuña (Premio Saltillo, 1948); Linda (Premio Ciudad de México, 1941); Carlota en México (Premio del Consejo Técnico del DDF 1943); y Tres mujeres y un sueño (teatro, 1947).
Desde 1943 empieza a publicar su obra fundamental, la serie narrativa "La ceniza fue árbol", de la que destacan los dos primeros títulos, Mariona Rebull y El viudo Rius (1944). Continúa con Desiderio (1957), Diecinueve de julio (1965) y Guerra civil (1972).
La saga es un reflejo de la historia de la industria familiar de la época, con una primera generación que la crea, una segunda que la consolida y una tercera que se dedica a derrochar en lujos y la acaba destruyendo. Ha sido llevada al cine y base de una serie de TV.
Su narrativa continúa los esquemas del realismo y naturalismo decimonónicos. Intenta dar una visión totalmente fiel del periodo histórico reflejado, sin tomar partido. Las descripciones son minuciosas y en cada episodio aparece un inventario exhaustivo de gentes, objetos y toda clase de circunstancias que permiten reconstruirlo con todo rigor. Él se consideraba un cronista del periodo histórico en que sitúa a sus personajes, con ausencia de todo compromiso.
Hablo de muchos años atrás. Mi ciudad alcanzaba su cima sin perder un ápice de su encanto recoleto. Cada barrio tenía su parroquia. Al doblar una esquina cualquiera el viandante percibía murmullo de rezos; las monjas de los conventos susurraban en el oratorio; y el tañido leve de las campanas conventuales, tan peculiar, se dilataba en la madrugada hasta morir en el lecho de nuestros abuelos. El latido masculino y grave de las campanas parroquiales venía con el amanecer. Finalmente, se enseñoreaba del aire la voz de la campana mayor de la catedral, abadesa de la ciudad; su eco dilatábase sobre la urbe y penetraba leguas de mar adentro, a sepultarse en las aguas del horizonte. Al sonar de las primeras se despertaba una porción de gentes. Tras haberse lavado en la palangana de trípode recogían de la mesa del comedor su paquete —panecillo y tortilla— y penetraban en la madrugada, brumosa aún. Largo era el camino para muchos, pero lo ganaban sin apresuramientos. Nadie llegaba un minuto tarde. En las cercanías de la fábrica sucumbía la luz de los últimos faroles de gas, sumida en la lechosa claridad del día. Se sentía frío, intenso pero confortador; al salir a la calle la postrera neblina del sueño había sido diseminada por el filo del cierzo mañanero; desvelados por el escalofrío los hombres se sentían encuadrar de lleno en el engranaje social y determinados resueltamente a cumplir su obligación, sin remilgos. (Fragmento inicial de 'Mariona Rebull')
- de 2001, Arturo USLAR PIETRI, escritor venezolano.
Como muchos jóvenes de su generación, entra en contacto con nuevos autores, corrientes literarias y de pensamiento, a través de la Gaceta Literaria y la Revista de Occidente.
¡Noche oscura! Venía chorreando el agua, chorreando, chorreando, como si ordeñaran el cielo. La luz era de lechuza y la gente del mentado Matías venía enchumbada hasta el cogollo y temblando arriba de las bestias. Los caballos planeaban, ¡zuaj!, y se iban de boca por el pantanero. El frío puyaba la carne, y a cada rato se prendía un relámpago amarillo, como el pecho de un Cristofué. ¡Y tambor y tambor y el agua que chorreaba! El mentado Matías era un indio grande, mal encarado, gordo, que andaba alzado por los lados del Pao y tenía pacto con el Diablo, y por ese pacto nadie se la podía ganar. Mandinga le sujetaba la lanza. ¡Pacto con Mandinga!
La voz se hizo cavernosa y lenta, rebasó el corro de ocho negros en cuclillas que la oían y voló, llena de pavoroso poder, por el aire azul, bajo los árboles bañados de viento, sobre toda la colina. Mandinga: la voz rodeó el edificio ancho del repartimiento de esclavos, estremeció a las mujeres que
lavaban ropa en la acequia, llegó en jirones a la casa de los amos, y dentro del pequeño edificio del mayordomo alcanzó a un hombre moreno y recio tendido en una hamaca. ¡Mandinga! Los ocho negros en cuclillas contenían la respiración. (Así comienza 'Las lanzas coloradas')