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martes, 13 de diciembre de 2022

Refrán en mano: En trece y martes...

En trece y martes ni te cases ni te embarques

 

Y continúa: "... ni de tu casa te apartes".

¿Por qué esa fobia en especial a este día de la semana en el que, por otra parte, sabemos que la vida transcurre normalmente, con sus momentos buenos y malos, como en lo demás días?

Buscando documentación, la tesis general es que el "mal fario" viene ya desde su origen , es decir, de la decisión de los romanos de dar a ese día el nombre del dios de la guerra, Marte. Por lo cual, si al dios le da por hacer de las suyas, no es el día más propicio para iniciar actividades que precisen de pericia y suerte para ser mantenidas 'a flote' (como son el matrimonio y el viaje en barco).

Para confirmar ese temor, la historia constata que se produjo en martes la confusión de lenguas en la Torre de Babel y la caída de Constantinopla . Si tenemos en cuenta que hay 52 semanas y pico en el año, tenemos de 52 a 53 martes. Sin remedio tiene que haber constancia de hechos buenos y malos a lo largo de la Historia... y el que en unos países sea el martes y en otros el viernes, convirtiéndolos en fatídicos si además se les une el número 13, entra en el terreno de la superstición, en el que, como en el de la fe, cualquier intento de demostración quedará condenado al fracaso.

Veamos ahora, entonces, el temor al número 13, que fue considerado "benéfico" por los romanos (era el preferido de Julio César, ya que la legión (1) decimotercera fue la que le llevó a grandes victorias por todo su imperio).

Pues bien, encontramos en la tradición hebrea (Biblia, Antiguo Testamento) que los espíritus maléficos son 13, que es este capítulo del Apocalipsis el que habla de la Bestia y el anticristo y, por si no fuera suficiente, en la famosa Santa Cena (inicio de la pasión y muerte) fueron trece.

Así que ¿para qué queremos más? Si se junta el dios de la guerra con el temido 13... ¡Cuidado!

Pero es curioso que en civilizaciones como la anglosajona no sea el martes, sino el viernes 13, el día a temer. Bien, pues también tiene el mismo origen, solo que no estando tan influenciados por la cultura romana, consideraron al viernes (día de la crucifixión) como más apropiado para darle la mala fama.

Y como para darles la razón, fue el viernes 13 de octubre de 1307 cuando comenzó la persecución que acabaría con la Orden del Temple, pero también, y debido a la maldición que desde la hoguera pronunciara el último maestre Jaques de Molay, fueron desapareciendo los instigadores de dicha persecución, así como la dinastía completa de los Capetians (Felipe el hermoso) de la que no quedó heredero alguno.

Como hemos mencionado, han sido muchos los martes y viernes 13 a lo largo de la Historia y los hay buenos y malos... pero como parece que es más fácil recordar esto último, y "por si acaso" más vale no tentar a la suerte en estos días.

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Sirva este refrán (buscando, como siempre, su aplicación al terreno de las asignaturas de Lengua y Literatura españolas), para hablar de la enumeración y de las frases coordinadas distributivas, así como del uso del "ni" como conjunción negativa.

No bebas agua que no veas ni firmes carta que no leas... Lo prestado, ni agradecido, ni pagado; etc.

 

viernes, 13 de febrero de 2015

Mariano José de Larra. Vuelva usted mañana.

¿Sabías que... un 13 de febrero de 1837 se suicidó, a los 27 años, Mariano José de Larra ? Extraordinario periodista, inciso y mordaz, bajo el seudónimo de "el pobrecito hablador" ya merecía la inmortalidad solo con su "Vuelva usted mañana", artículo que reproduzco completo...
¿Os suena de algo?

 Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza. Nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano. Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica; de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como [nuestras ruinas] nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo [comparáramos] compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fué el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fué preciso explicarme más claro.
--Mirad --le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
--Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizados en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
--Permitidme, monsieur Sans-délai --le dije entre socarrón y formal--, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
--¿Cómo?
--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
--¿Os burláis?
--No por cierto.
--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
--Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
--¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
--Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
--Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido; encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
--Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no se ha levantado todavía.
--Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
--Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
--Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
--¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
--¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? --le dije al llegar a estas pruebas.
--Me parece que son hombres singulares...
--Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
--Vuelva usted mañana --nos dijo el portero--. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
--Grande causa le habrá detenido --dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad! al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
--Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
--Grandes negocios habrán cargado sobre él--, dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo [acertar] el acertar.
--Es imposible verle hoy --le dije a mi compañero--; su señoría está, en efecto, ocupadísimo.
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y [su plan] de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe, se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fué el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
--De aquí se remitió con fecha de tantos --decían en uno.
--Aquí no ha llegado nada --decían en otro.
--¡Voto va! --dije yo a monsieur Sans-délai-- ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
--Es indispensable --dijo el oficial con voz campanuda--, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: "A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado".
--¡Ah, ah, monsieur Sans-délai! --exclamé riéndome a carcajadas--; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como si dijéramos a todos los diablos.
--¿Para esto he echado yo viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana? ¿Y cuando este dichoso mañana llega, en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
--¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
--Ese hombre se va a perder --me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
--Esa no es una razón --le repuse--; si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
--¿Cómo ha de salir con su intención?
--Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse; ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
--Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere [hacer].
--¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
--Sí, pero lo han hecho.
--Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, ¿será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
--Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
--Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
--En fin, señor [Bachiller] Fígaro, es un extranjero.
--¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
--Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
--Señor mío --exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia--, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.

Un extranjero --seguí --que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero. Si pierde, es un héroe; si gana, es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuído al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted --concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo-- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: "Hágase el milagro y hágalo el diablo." Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]
Concluída esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
--Me marcho, señor [Bachiller] Fígaro--me dijo--. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
--¡Ay! mi amigo --le dije--, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
--¿Es posible?
--¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...

Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
--Vuelva usted mañana--nos decían en todas partes--, porque hoy no se ve.
--Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir: --Soy [un] extranjero--. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de [las] nuestras costumbres [de nuestros batuecos]; diciendo, sobre todo, que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para hojear [los pocos folletos] que tengo que darte [ya], te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fué de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
(El Pobrecito Hablador, enero de 1833)

lunes, 24 de junio de 2013

¡Qué solos se quedan los vivos!: Crónica de una despedida.(1)

Así titulé el escrito que dediqué a mi padre, del que integro un párrafo dentro del comentario a "La ridícula idea de no volver a verte", de Rosa Montero. Creo que es de honor compartirlo en su totalidad, imagino que por su extensión ocupará varias entradas. Pretendía ser un desahogo íntimo (muchas veces, escribir ayuda a expulsar sentimientos que te ahogan y que por diversos motivos no sabes expresar de otro modo). Así que aquí queda este homenaje a ti, papá. Allá donde estés, sigues aquí. Te quise y te quiero mucho.

Tiene 78 años, y el pelo blanco, muy blanco. Los ojos blanquecinos por la catarata que no vale la pena operar. Llegaron a meterle en quirófano, pero una vez allí, y ya dormido, el oftalmólogo vio tan dañados los ojos que no quiso tocarlo. Una prueba más en la vida, otra ilusión perdida… ¡con lo que le costó tomar la decisión de operarse!. Cuenta que una bomba en la guerra civil, cuando él tenía tan solo 10 años, explotó tan cerca que le provocó un derrame.

Nunca quisieron hablar de ello. Retazos de conversaciones, comentarios aquí y allá fueron reconstruyendo esa terrible época. 
 
 ¡Dichosa guerra!. Ocho hermanos, siete varones y una chica, quedaron solos con su madre, casi en la calle. Hasta los colchones les quitaron. A la llegada de los “nacionales” (les había tocado en zona “roja”, sin saber por qué -como a tantos y tantos españoles que de repente eran enemigos de guerra por culpa de una imaginaria línea divisoria-, acusaron a su padre, mi abuelo, que aparece en la foto de boda de papá y mamá con un parecido impresionante a la apariencia que tiene su hijo ahora (cara diminuta de tan enjuta, rapado pelo blanco al estilo militar, erguido, esbelto aun a su edad y con una orgullosa sonrisa de dientes postizos -o sin dientes, quizás- y de hombre “bueno” en el sentido machadiano), le acusaron, digo, de no-sé-qué-historias por ser carabinero y acabó en la cárcel mientras que sus hijos y su mujer comían cáscara de patatas y guisos, naturalmente, sin aceite. 
 
 Anécdotas que la pátina del tiempo se encarga de suavizar y comentarios que ayudan a saber lo inmisericorde que puede llegar a ser una guerra. Recuerdo que un día mamá olvidó poner aceite en un guiso y papá le comentó: “Sabe igual que el que hacía mi madre”. Y entonces fue cuando se dio cuenta del ingrediente que faltaba, comentando luego: “claro, qué aceite iba a poner la pobre mía…”.
Nunca vio bien. Sus gafas de “culo de vaso” con esos círculos concéntricos que hacían ver unos ojos  diminutos en el centro, han ido con él siempre. Así le recuerdo desde niña. La pérdida gradual de visión, el acercarse el papel a la nariz para poder ver, lector impenitente, hasta que ya no pudo leer más. Jamás en vida de mamá llegó a reconocer que no veía. Incluso ahora sigue diciendo que ve. Sombras… pero que ve. No es cierto. No nos distingue a no ser que le saludemos. Pero es una reacción muy propia de quien no quiere verse desvalido, de quien no quiere molestar ni depender de los demás. Del ser independiente, orgulloso y autosuficiente que ha sido siempre.
  Ahora las arrugas lógicas del tiempo que se han acumulado por la vida, se han acelerado notoriamente desde hace un año hasta esta parte. Desde que murió mamá: su compañera desde hacía 59 años, su lazarillo y razón de vivir.

 
 Desde entonces todo su afán es cerrar capítulos. Completar todo lo que dejó preparado para ella, para cuando él faltase (jamás pensó ni remotamente que ella se iría antes que él) y pasarlo a sus hijos "tal y como ella hubiera dispuesto".
 ¡Se fue tan inesperadamente!. El terrible atentado en la estación de Atocha el día 21 de Marzo de 2004. La inconcebible masacre de inocentes. El revuelo. La tensión por no saber de nosotros, los  hijos que tomábamos ese tren, hasta bien entrada la mañana…
 Su corazón no resistió, y el día 23 de Marzo de 2004, sentada en su sillón del tresillo del cuarto de estar, frente a la tele, con los pies en alto en su escabel, esperando la llegada de mi hermano soltero, se quedó dormida para siempre. Papá, a su lado, en el sillón gemelo, escuchaba más que veía el noticiario de las tres. No notó nada. No oyó nada. Simplemente su corazón dejó de latir. Se fue y nos dejó ese enorme vacío de las despedidas incompletas, la impotencia del hecho consumado sin posibilidad de vuelta atrás, de las cosas que hubiéramos hecho o dicho y dejamos de hacer o decir porque parece que siempre habrá tiempo, o simplemente porque la rutina cotidiana obliga a pensar antes en cuestiones del día a día. Y te fuiste, mamá. Y el vacío que dejaste fue enorme, enorme.

Para solucionar esos asuntos, me pidió que le acompañara. He ido de viaje con él. Dos días intensos, lunes y martes, en coche. Íbamos a cerrar otro capítulo: la venta del piso en el pueblo donde tantos recuerdos se han amontonado. Donde pasaban los meses “buenos”, de abril a septiembre y donde íbamos invariablemente en las vacaciones de verano a pasar unos días con nuestros hijos, sus nietos. Los muebles y enseres indispensables, el mar, que se veía desde nuestro asiento en la mesa, y sobre todo, sus cuidados, sus guisos… ¡Ya no tenía sentido sin ella!
 
 Jamás había hablado tanto con él, y sin embargo he sido, creo, la que más lo ha hecho. He sentido siempre algo especial por él. Ya desde niña, cuando cruzaba la calle al verle llegar, sin mirar, loca por abrazarle. Cuando tenía que regañarme por hacerlo a pesar de su satisfacción y su ternura ante esa muestra de cariño. Este viaje me ha dejado tal carga emocional que me pasé el miércoles llorando. Pero agradezco la oportunidad de haberlo podido hacer. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde pequeña, a quien he admirado, respetado y querido no por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su ansia de saber, el respeto a la cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá... por tantas y tantas cosas compartidas con él cuando mamá cayó enferma tras el parto de mi hermano pequeño, cuando los médicos no daban con lo que tenía y ella se debilitaba poco a poco pasando tantas temporadas en el hospital que el "nene", como le llamábamos los mayores, con su media lengua le decía cada vez que los veía salir : "Un beso mamá, pero la maleta no la lleves ¿no?"

 
 Cinco hermanos. Yo, la segunda en orden de nacimiento y primera chica, tenía 9 años. Papá me enseñó a cocinar (¡ay! esos despistes de las judías con chorizo sin chorizo o esas patatas con carne sin refrito). Me ayudó en mis deberes escolares (nunca quiso que dejáramos de estudiar) y en el hospital pidió a mamá que le enseñara a hacer un festón y un ojal para que yo lo pudiera presentar en mis deberes del Instituto. Aún guardo ese cuadernito de cartulina azul con cuadritos de batista blanca envueltos en papel transparente donde lucen mis vainicas simples y dobles, mis puntos de cruz, el festón ondulado y el ojal con su correspondiente botón...
 
Recuerdo, al levantarnos, los bocadillos preparados con esmero por papá antes de salir a su trabajo, en riguroso orden de tamaño por edad, para que así supiéramos cada uno cuál era el nuestro, cuidadosamente envueltos en papel de periódico. Las charlas y comentarios durante la comida en la que, también por riguroso orden de edad, cada uno contábamos nuestras anécdotas del día... El verle llorar detrás de cualquier rincón, a escondidas, cuando pasaba algo ante lo que se veía impotente. Como aquella vez que estuvimos a punto de provocar un incendio porque se retrasó – del trabajo iba al hospital a estar con mamá- y hacía tanto frío que nos atrevimos a intentar encender la estufa de leña sin haber abierto el tiro para la salida de humos.  Esas llamas ruidosas y amenazadoras… Los cinco, de 3 a 13 años, aterrados. Salimos corriendo a buscar ayuda, que nos dio el señor Julián, el amable portero.
 
Todo estaba bien ya cuando papá regresó. Pero llorando y entre hipidos, hablando todos a la vez a su alrededor, desahogamos nuestra terrible impresión. Cuando se fue el portero, nos quedamos en silencio, sentados ante la tele, esperando. Sólo al verle aparecer volvieron las cosas a su ser.
 Recuerdo también el sentarnos a hacer los deberes mientras él atendía papeles o leía el periódico para que pudiéramos preguntarle cualquier duda. Invariablemente nos hacía recurrir a la enorme enciclopedia de dos tomos, verde, que nos certificaba si lo explicado era correcto o qué más podíamos aprender acerca de ello. Hermosa costumbre que los hijos hemos mantenido con los nuestros, con sus nietos.
 
Fue un chico despierto en el colegio. La posguerra y la falta de recursos hacían imposible una mayor formación cultural. En todo tiempo fue autodidacta, lo que no impidió que, al poder entrar en el ejército gracias a la recomendación del curita del pueblo (su hermano el mayor, Antonio, murió en el exilio, y los dos siguientes vieron cerrado ese camino por ser “hijos de rojo”), pudiera ir ascendiendo como “chusquero”, es decir, por años de escalafón y tras los cursos en la Academia que correspondiese (que significaban temporadas ausente), los enormes listados aprendidos de memoria de ríos, montes, poblaciones, que le ayudábamos a repasar “tomándole examen”, los mapas mudos…
Y luego, el traslado, el cambio de destino obligatorio entre los sitios vacantes hasta que se diera la posibilidad de elegir. Todo esto, no impidió, decía, que enseñara a otros que hicieron la “mili” con él. Así, nuestro “tito Oliva”, llamado así por ser personaje más presente en nuestras vidas que nuestros propios tíos, aprendió a leer y los conocimientos básicos suficientes para poder ascender y dedicarse también a la carrera militar. Siempre orgulloso de ser amigo de papá, de ser nuestro “tito” (mi primer regalo fue el suyo: un sonajero. Y aún mejor, el juego de pluma y bolígrafo al terminar mi carrera y llevar a sus hijos al centro donde yo enseñaba para presumir con orgullo de que fuera yo su profesora).
Más adelante pedían estudios oficiales para poder seguir ascendiendo y, sin ningún reparo, hizo el Bachillerato elemental y luego el superior apoyándose en nosotros, en nuestras explicaciones, compartiendo clases con niños y adolescentes.
 
Ahora, ciego, se ve impotente, resuelto una vez más a no dejarse vencer ni verse desvalido, pero con miedo. No quiere molestar, pero lo hace, se pone y nos pone en riesgos.
 
Estando yo descargando el coche, sacando cosas del maletero, papá pidió que le diera algún bulto, y mientras yo estaba terminando de sacar otros, veo que echa a andar por la misma carretera, sin darse cuenta de que un coche torcía la esquina.

 
- ¡Papá! , le grité asustadísima.
 

Dejé todo tal cual y me acerqué a él con la intención de colocarle en la acera.
- ¡No hagas eso nunca más!, le reprendí como a un niño.

 
- ¡A mí no me grites!, se revolvió. ¡No sé a quién crees que le hablas, con esos modos!
 
En un intento de distender la situación bromeando, le dije, sonriendo:
 
- ¡A quién me pareceré!
 
- ¡Pero tú eres una mujer! –respondió.
 
- ¡Vaya, hombre! ¿Y por ser mujer…?
 
Lo dejé así. Difícil cambiar convicciones de toda una vida y menos discutir sobre ellas en una situación semejante.
 
No se da cuenta de que con esa actitud no deja que le devolvamos la mitad de lo que por nosotros hizo. Y creo que le entiendo. Siendo lo que ha sido y viéndole como le veo comprendo perfectamente su rebelión. Estoy convencida de que no querría verme en su situación.

 
(Continúa)