Tiene 78 años, y el pelo blanco, muy blanco. Los
ojos blanquecinos por la catarata que no vale la pena operar. Llegaron a
meterle en quirófano, pero una vez allí, y ya dormido, el oftalmólogo vio tan
dañados los ojos que no quiso tocarlo. Una prueba más en la vida, otra ilusión
perdida… ¡con lo que le costó tomar la decisión de operarse!. Cuenta que una
bomba en la guerra civil, cuando él tenía tan solo 10 años, explotó tan cerca
que le provocó un derrame.
Nunca quisieron hablar de ello. Retazos de conversaciones,
comentarios aquí y allá fueron reconstruyendo esa terrible época.
¡Dichosa guerra!. Ocho hermanos, siete varones y una chica, quedaron solos con su madre, casi en la calle. Hasta los colchones les quitaron. A la llegada de los “nacionales” (les había tocado en zona “roja”, sin saber por qué -como a tantos y tantos españoles que de repente eran enemigos de guerra por culpa de una imaginaria línea divisoria-, acusaron a su padre, mi abuelo, que aparece en la foto de boda de papá y mamá con un parecido impresionante a la apariencia que tiene su hijo ahora (cara diminuta de tan enjuta, rapado pelo blanco al estilo militar, erguido, esbelto aun a su edad y con una orgullosa sonrisa de dientes postizos -o sin dientes, quizás- y de hombre “bueno” en el sentido machadiano), le acusaron, digo, de no-sé-qué-historias por ser carabinero y acabó en la cárcel mientras que sus hijos y su mujer comían cáscara de patatas y guisos, naturalmente, sin aceite.
Anécdotas que la pátina del tiempo se encarga de suavizar y comentarios que ayudan a saber lo inmisericorde que puede llegar a ser una guerra. Recuerdo que un día mamá olvidó poner aceite en un guiso y papá le comentó: “Sabe igual que el que hacía mi madre”. Y entonces fue cuando se dio cuenta del ingrediente que faltaba, comentando luego: “claro, qué aceite iba a poner la pobre mía…”.
Nunca vio bien. Sus gafas de “culo de vaso” con
esos círculos concéntricos que hacían ver unos ojos diminutos en el centro, han ido con él siempre.
Así le recuerdo desde niña. La pérdida gradual de visión, el acercarse el papel
a la nariz para poder ver, lector impenitente, hasta que ya no pudo leer más.
Jamás en vida de mamá llegó a reconocer que no veía. Incluso ahora sigue
diciendo que ve. Sombras… pero que ve. No es cierto. No nos distingue a no ser
que le saludemos. Pero es una reacción muy propia de quien no quiere verse
desvalido, de quien no quiere molestar ni depender de los demás. Del ser
independiente, orgulloso y autosuficiente que ha sido siempre.
Desde
entonces todo su afán es cerrar capítulos. Completar todo lo que dejó preparado
para ella, para cuando él faltase (jamás pensó ni remotamente que ella se iría
antes que él) y pasarlo a sus hijos "tal y como ella hubiera
dispuesto".
Para solucionar esos asuntos, me pidió que le
acompañara. He ido de viaje con él. Dos días intensos, lunes y martes, en coche.
Íbamos a cerrar otro capítulo: la venta del piso en el pueblo donde tantos
recuerdos se han amontonado. Donde pasaban los meses “buenos”, de abril a
septiembre y donde íbamos invariablemente en las vacaciones de verano a pasar
unos días con nuestros hijos, sus nietos. Los muebles y enseres indispensables,
el mar, que se veía desde nuestro asiento en la mesa, y sobre todo, sus
cuidados, sus guisos… ¡Ya no tenía sentido sin ella!
Jamás había
hablado tanto con él, y sin embargo he sido, creo, la que más lo ha hecho. He
sentido siempre algo especial por él. Ya desde niña, cuando cruzaba la calle al
verle llegar, sin mirar, loca por abrazarle. Cuando tenía que regañarme por hacerlo
a pesar de su satisfacción y su ternura ante esa muestra de cariño. Este viaje
me ha dejado tal carga emocional que me pasé el miércoles llorando. Pero
agradezco la oportunidad de haberlo podido hacer. Mi padre, el bastión
familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde pequeña,
a quien he admirado, respetado y querido no por ser mi padre, no: por ser “persona”,
por su saber estar, por su ansia de saber, el respeto a la cultura, por su
sentido del deber, por su amor a mamá... por tantas y tantas cosas compartidas
con él cuando mamá cayó enferma tras el parto de mi hermano pequeño, cuando los
médicos no daban con lo que tenía y ella se debilitaba poco a poco pasando
tantas temporadas en el hospital que el "nene", como le llamábamos
los mayores, con su media lengua le decía cada vez que los veía salir : "Un
beso mamá, pero la maleta no la lleves ¿no?"
Cinco
hermanos. Yo, la segunda en orden de nacimiento y primera chica, tenía 9 años.
Papá me enseñó a cocinar (¡ay! esos despistes de las judías con chorizo sin
chorizo o esas patatas con carne sin refrito). Me ayudó en mis deberes
escolares (nunca quiso que dejáramos de estudiar) y en el hospital pidió a mamá
que le enseñara a hacer un festón y un ojal para que yo lo pudiera presentar en
mis deberes del Instituto. Aún guardo ese cuadernito de cartulina azul con
cuadritos de batista blanca envueltos en papel transparente donde lucen mis
vainicas simples y dobles, mis puntos de cruz, el festón ondulado y el ojal con
su correspondiente botón...
Recuerdo, al
levantarnos, los bocadillos preparados con esmero por papá antes de salir a su trabajo, en
riguroso orden de tamaño por edad, para que así supiéramos cada uno cuál era el
nuestro, cuidadosamente envueltos en papel de periódico. Las charlas y
comentarios durante la comida en la que, también por riguroso orden de edad,
cada uno contábamos nuestras anécdotas del día... El verle llorar detrás de cualquier
rincón, a escondidas, cuando pasaba algo ante lo que se veía impotente. Como
aquella vez que estuvimos a punto de provocar un incendio porque se retrasó –
del trabajo iba al hospital a estar con mamá- y hacía tanto frío que nos
atrevimos a intentar encender la estufa de leña sin haber abierto el tiro para
la salida de humos. Esas llamas ruidosas
y amenazadoras… Los cinco, de 3
a 13 años, aterrados. Salimos corriendo a buscar ayuda,
que nos dio el señor Julián, el amable portero.
Todo estaba bien ya cuando papá regresó. Pero
llorando y entre hipidos, hablando todos a la vez a su alrededor, desahogamos
nuestra terrible impresión. Cuando se fue el portero, nos quedamos en silencio,
sentados ante la tele, esperando. Sólo al verle aparecer volvieron las cosas a
su ser.
Fue un chico despierto en el colegio. La posguerra y la falta de recursos hacían imposible una mayor formación cultural. En todo tiempo fue autodidacta, lo que no impidió que, al poder entrar en el ejército gracias a la recomendación del curita del pueblo (su hermano el mayor, Antonio, murió en el exilio, y los dos siguientes vieron cerrado ese camino por ser “hijos de rojo”), pudiera ir ascendiendo como “chusquero”, es decir, por años de escalafón y tras los cursos en la Academia que correspondiese (que significaban temporadas ausente), los enormes listados aprendidos de memoria de ríos, montes, poblaciones, que le ayudábamos a repasar “tomándole examen”, los mapas mudos…
Y luego, el traslado, el cambio de destino
obligatorio entre los sitios vacantes hasta que se diera la posibilidad de
elegir. Todo esto, no impidió, decía, que enseñara a otros que hicieron la
“mili” con él. Así, nuestro “tito Oliva”, llamado así por ser personaje más
presente en nuestras vidas que nuestros propios tíos, aprendió a leer y los
conocimientos básicos suficientes para poder ascender y dedicarse también a la
carrera militar. Siempre orgulloso de ser amigo de papá, de ser nuestro “tito”
(mi primer regalo fue el suyo: un sonajero. Y aún mejor, el juego de pluma y
bolígrafo al terminar mi carrera y llevar a sus hijos al centro donde yo
enseñaba para presumir con orgullo de que fuera yo su profesora).
Más adelante pedían estudios oficiales para poder seguir
ascendiendo y, sin ningún reparo, hizo el Bachillerato elemental y luego el
superior apoyándose en nosotros, en nuestras explicaciones, compartiendo clases con niños y adolescentes.
Ahora,
ciego, se ve impotente, resuelto una vez más a no dejarse vencer ni verse
desvalido, pero con miedo. No quiere molestar, pero lo hace, se pone y nos pone
en riesgos.
Estando yo descargando el coche, sacando cosas del
maletero, papá pidió que le diera algún bulto, y mientras yo estaba terminando
de sacar otros, veo que echa a andar por la misma carretera, sin darse cuenta
de que un coche torcía la esquina.
- ¡Papá! , le grité asustadísima.
Dejé todo tal cual y me acerqué a él con la
intención de colocarle en la acera.
- ¡No hagas eso nunca más!, le reprendí como a un
niño.
- ¡A mí no me grites!, se revolvió. ¡No sé a quién crees que le hablas, con esos modos!
En un intento de distender la situación bromeando, le dije, sonriendo:
- ¡A quién me pareceré!
- ¡Pero tú eres una mujer! –respondió.
- ¡Vaya, hombre! ¿Y por ser mujer…?
Lo dejé así. Difícil cambiar convicciones de toda una vida y menos discutir sobre ellas en una situación semejante.
No se da cuenta de que con esa actitud no deja que le devolvamos la mitad de lo que por nosotros hizo. Y creo que le entiendo. Siendo lo que ha sido y viéndole como le veo comprendo perfectamente su rebelión. Estoy convencida de que no querría verme en su situación.
(Continúa)