Quizás porque cada vez estoy más implicada en el tema, o tal vez porque me lo ha recordado la emoción con la que Los Argonautas estamos viviendo las puntuaciones para los Premios JES de la Universidad Europea de Madrid (Uem) (estamos segundos), el caso es que he rescatado este relato que escribí hace años. Espero que os guste.
Me encanta mirar a los ojos de las personas, aunque no las conozca. Están ahí, brillantes, con su carga de esperanza, ilusión y confianza; nítidos, como los de un niño, a la espectativa, devorando todo en busca de cosas bellas y nuevas; acogedores, haciéndote sentir una cierta complicidad que dura solo lo que la mirada al cruzarse, pero que te hace sentir bien ...
Por eso me duelen las miradas perdidas, huidizas, de la gente de cualquier edad con la que te cruzas, por ejemplo, en el transporte público, al pasear, incluso estando tan cercanos como en un ascensor ...
Me duelen las miradas perdidas de aquellos que van por la calle hablando solos, de los sin hogar, de aquellos a los que la soledad y la frustración les ha quitado la alegría de vivir ...
Es verdad que hay miradas perdidas. Puede que al llegar a una determinada edad en que se cree que ya no se significa nada para nadie, puede que la demencia senil , la soledad, puede que el no tener más misión que la de esperar el fin, el no tener más pensamientos que el recordar lo que fue porque no hay presente ni futuro, hagan que la mirada no tenga nada fuera que despierte la atención y se vuelva hacia adentro .
Pero hay casos, como el de una ancianita de 84 años (decía que nunca le había gustado tanto en toda su vida decir su edad, porque sabía que los llevaba muuuyyy pero que muuuyyy bien), que habitaba en la Residencia de la 3ª edad que tenemos en nuestro barrio. Casos que te devuelven la fe en que vale la pena vivir, a pesar de todo...
Coincidía con ella todos los lunes en la panadería. Era pequeñita, casi diminuta (calculo que no mediría más de 1,50). Sonriente, siempre limpia y bien peinada, con unos brillantes ojos azules que transmitían alegría de vivir.
Se encargaba de ir a la panadería a hacer realidad los caprichos compartidos con los demás compañeros: bollos, galletas, golosinas, latas de aquello que en la residencia no les permitían comer ... Hacían un fondo común aprovechando lo que les dejaban sus visitantes del fin de semana.
A veces iba con el que llamaba, con una sonrisa picarona y chispitas en los ojos, su "novio"; quince años menor que ella, pero muchísimo menos vital.
Jamás contaba nada de sí misma, jamás la oí quejarse, ni expresar una pena. Su mensaje era siempre encontrar el lado bueno que la vida ofrece y disfrutarlo sin echar de menos nada... que todo habría de llegar.
Un día dejó de ir y la eché de menos.
No supe de nadie que hubiera ocupado su lugar para acercarse cada lunes a la panadería.
Hay gente que nunca debería faltar... y, si es verdad que no se muere mientras exista el recuerdo, ella sigue aquí.
Marian Navarro.
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