Está rabioso con el destino que le ha tratado tan
mal, que le ha dejado sin su apoyo, sin
mamá, y teniendo que depender de nosotros casi para todo. Por ello durante todo
el viaje, llorando unas veces, riendo otras, emocionado siempre... no paró de
hablar de ella, de sus recuerdos, de sus ilusiones, de sus momentos compartidos.
Y yo escuchaba en silencio, compartiendo. Recordando cosas ya sabidas,
descubriendo otras, corroborando la certeza de ese amor, peculiar y a veces
aborrecible para mí (recordando la imagen de la mujer sumisa sometida al
esposo) y, al mismo tiempo, envidiando el no haberlo podido tener, sufriendo en
mí misma las consecuencias de una pareja rota.
Llegamos al
pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas
para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante,
cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”.
Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:
- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que
puedes, mira mucho por nosotros”.
Y rezó, moviendo los labios pero en silencio,
mirando sin ver en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos
apretadas a la reja.
Yo no podía
rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia
interfiere en una íntima escena de amor.
Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver
cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su
lazarillo.
Entramos de
nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino
al pueblo musitó:
- "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
Fuimos a ver
a los amigos que nos ofrecían albergue por esa noche. Inevitable hablar de
mamá. Era su pueblo, su gente. Cumpliendo su deseo de reposar en su tierra,
junto a sus padres, la llevamos allí. No habíamos vuelto desde ese día. El
pueblo entero que conoció la noticia estuvo allí. Su pueblo, su gente. También
nuestro por ser de ella. Sabiendo que cada saludo era a su vez una despedida.
Sabiendo que vendiendo la casa cortábamos todo vínculo. Pero la casa ya no
tiene sentido sin ella.
Pasamos a verla. Se lo pedí yo. No quise entrar y
verla vacía. Pero quería despedirme de "mi playiya”, donde tantas cosas se
guardan de mi adolescencia, de juegos
con mis hijos, de estancias plagadas de amorosos detalles en los que ella nos
preparaba aquellos platos que sabía que nos gustaban, en que me dejaba dormir
lo que quisiera y descargarme de tareas
Al día
siguiente, antes de las 9, hora de apertura del cementerio según constaba en el
tablón, estábamos de nuevo ante la verja, ya abierta de par en par. Guié a papá
ante la lápida y esta vez –quizás, si se dio cuenta, no lo entendió; aunque no
me pidió explicación- le dejé solo... Me aparté unos pasos recordando imágenes
de mamá y de ellos dos juntos, con el corazón oprimido por algo indefinible que
no quise manifestar para no incrementar su dolor.
– Tienes las manos frías.
Al no haber
contestación -“¿Está dormida?”-, pregunta. Y al responderle que sí, se levanta
y vuelve al cabo de un momento con una bata para taparla con un mimo y un cuidado que sólo el verdadero
cariño provoca…
Y así iniciamos
el viaje hacia donde nos esperaban el comprador y el notario: un pueblo
cercano donde papá vivió con sus padres
y hermanos hasta que “voló” para seguir su carrera y formó su nueva familia
cuando se casó. Yo, por el camino, solo escuchaba lo que él quería contar...
era "su" viaje, su despedida, su duelo. Iba dispuesta a retrasar el
regreso un día más para que pudiera descansar. Pero una vez terminados los
trámites quería volver "a casa" y retomamos el viaje de vuelta,
repleto una vez más de anécdotas de nuestra niñez, de su noviazgo, nuestros
nacimientos, de canciones que a ella le gustaban... de poemas que él le hizo y
que me quería cantar y recitar, pero que eran interrumpidos por los sollozos.
Cuando le
dejé en casa de mi hermana y mi cuñado -con quienes vive cotidianamente aunque pasa temporadas con nosotros- , y se fue a acostar
(después de besarme y darme las gracias), volví a mi casa. Nada pude repasar...
tal era el cansancio que sentía. Apenas comenté un par de cosas con mis hijos y
me fui a dormir.
Ha sido al
día siguiente, cuando escribí un boceto del relato, y ahora, en que he
necesitado este desahogo porque se encuentra mal y nos preocupa su estado,
cuando se me ha venido encima toda la carga emocional...
Pasado un tiempo le leí el esbozo: Se emocionó.
Quería que supiera que le quiero, y que llegado el momento de tener que decirle
adiós no pasara como con mi madre, a la que tantas cosas hubiera querido decir
y no pude.
Madrid, a 6 de Marzo de 2010.
El viaje se hizo en 2006. Murió en mi casa, dormido, justo en la misma fecha del escrito, dos años después. Pudo saber lo que le quería, con hechos y palabras, y eso me reconforta.
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