Leyendo el "Quijote".1ª parte. Capítulo 35
Capítulo trigésimo quinto
Que trata de la brava y descomunal batalla que Don Quijote tuvo con cueros de vino, y se da fin a la novela del curioso impertinente
Seguían los acompañantes de Don Quijote en la planta baja de la Venta, cuando Sancho baja todo alterado, avisándoles de que su amo anda
envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han
visto. Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora
princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén
como si fuera un nabo.
Mientras que unas veces, como sabemos, Sancho se muestra como un hombre zafio, sí, ignorante, también, pero reposado y certero en sus razonamientos y actos, otras parece dejarse llevar por las locuras del caballero al que sirve; y ésta es una de ellas.
Todos se alteran, como es normal, y acuden, animados por las descripciones que Sancho hace del gran derramamiento de sangre y de una cabeza cortada rodando por ahí... lo que hace suponer al ventero, con toda razón, si Don Quijote o don diablo
no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su
cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece sangre
a este buen hombre.
Subieron a comprobarlo y se encontraron con nuestro protagonista, que Estaba en camisa,
la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos,
y por detrás tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas
y flacas, llenas de vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo
colorado grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía
revuelta la manta de la cama con quien tenía ojeriza Sancho, y en él
se sabía bien el por qué; y en la derecha desenvainada la espada,
con la cual daba cuchilladas ...
Y el caso es que ni él mismo era consciente de lo que hacía, porque estaba dormido. Dicen que no es bueno despertar a los sonámbulos, pero tanta era la rabia que tenía el posadero que se lió a golpearle con toda la saña de que fue capaz. Ni aún así se despertó Don Quijote, que seguía dando espadazos a todas partes, hasta que el
barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo, y se la echó por
todo el cuerpo de golpe;
Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo, empeñado en encontrar la cabeza del gigante,
tal le tenían las promesas que su amo le había hecho y temiendo que si no la hallaba, no tendría el premio que esperaba de la Princesa Micomicona.
Mucho les costó a Cardenio, al barbero y al cura calmar a Don Quijote y volver a dejarle dormido, pero no acabó ahí la cosa, pues también tuvieron que emplearse en tranquilizar a Sancho (que se lamentaba de no haber encontrado la dichosa cabeza) y en aliviar el disgusto del ventero por el daño hecho a sus odres.
Volvió por fin la calma y pudieron continuar con la novela que tan interesados les tenía:
Sucedió que Anselmo oyó una noche ruido en la habitación de Leonela y tras vislumbrar la silueta de un hombre que huía por la ventana, consiguió que ella le prometiese contarle la verdad una vez que se hubiese calmado algo el disgusto que sentía por lo que había pasado.
Anselmo la dejó encerrada en su habitación, de la que no saldría hasta que le contase todo lo que fuese, y Camila, temiendo que todo quedaría al descubierto, huyó con lo principal de su ajuar a casa de Lotario a solicitar su ayuda.
Quedó Camila protegida tras las paredes de un monasterio y el mismo Lotario salió de la ciudad sin decir a nadie a dónde iba... por lo que Anselmo, cuando quiso hablar con Leonela, se encontró con que ella había escapado usando unas sábanas anudadas, que Camila (ni sus principales joyas) tampoco estaba y con un Lotario desaparecido.
No fue eso todo, pues al regresar a su casa, hasta los criados la habían abandonado. Así que el curioso viéndose solo y consciente de lo que había pasado, se puso en marcha con la intención de averiguar dónde podrían estar los que, pensaba, así habían abusado de su confianza. Por el camino se encontró con un caballero que le contó que su caso estaba ya en boca de toda la ciudad y, abrumado, pidio refugio en casa de un amigo, al que le solicitó que le dejase material para escribir y le permitiera estar solo. Y escribiendo le sobrevino la muerte, y así le hallaron cuando le fueron a llamar.
Decía en su escrito: "Un necio e impertinente
deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos
de Camila, sepa que yo la perdono porque no estaba ella obligada a hacer milagros,
ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciese; y pues yo fui
el fabricador de mi deshonra, no hay para qué..."
La conclusión de la historia no le parece mal al cura, aunque no acabase de creer que algo parecido pudiese suceder entre marido y mujer... y sin más conclusiones ni intervención del autor, concluye el capítulo.
¡Seguimos!
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