Capítulo vigésimoprimero
Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
Estaba
"mosqueado" nuestro caballero con el susto de los batanes, y ni
siquiera los quiso usar para protegerse de la lluvia, así que siguieron
su camino.
De repente ven a lo lejos a un jinete que portaba algo que relucía como el oro y poco necesitó nuestro caballero para comentar:
Paréceme,
Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas,
especialmente aquel que dice: donde una puerta se cierra otra se abre:
dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que
buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra para otra mejor y más cierta aventura, (...) digo esto,
porque si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza
puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
Sancho
ya no sabía qué hacer o decir... intentó convencer a su amo de que no
se metiera en más líos y que bien pudiera ser que no fuera lo que creía.
¿Creéis que iba a conseguir esta vez que le hiciese caso? ¡Pues claro que no!
El
pobre barbero -que eso era el caminante- se había puesto en la cabeza
su
bacía (vasija plana para remojar las barbas), que debía ser nueva,
para protegerse de la lluvia. En cuanto vio llegar a Don Quijote lanza
en ristre se apresuró a obedecerle, dejar el recipiente en el suelo
y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento.
Sancho
no pudo por menos que reírse cuando vio los esfuerzos de nuestro
caballero para colocarse el supuesto yelmo... sin duda la cabeza de su
dueño debía ser muy grande y además le faltaba casi la mitad (el hueco
de la bacía para el cuello). Inventó Don Quijote el motivo con la
imaginación que le suele caracterizar, y creyó que habían fundido esa
parte porque, al ser de oro, habría buscado con ella buenas ganancias.
A
pesar de todo, y raro para lo que llevamos visto, quedó contento el
caballero y quedó contento su escudero, pues pudo cambiar por los suyos
los accesorios de la montura que el barbero dejara abandonada..., y
siguieron su camino.
Sancho andaba queriendo conversar, pues no
lo hacia desde que le impusiera su amo la ley del silencio... Se lo
permitió Don Quijote y poco hizo falta para que volviera a su tema
favorito: las ganancias que podrían sacar de todo aquello. Entonces
reflexionó en voz alta, aconsejando
que nos fuésemos a servir a
algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en
cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes
fuerzas y mayor entendimiento; que visto esto del señor a quien
serviremos, por fuerza nos ha de remunerar a cada cual según sus
méritos; y allí no faltara quien ponga en escrito las hazañas de vuestra
merced para perpetua memoria
No era algo tan fácil, explicó
Don Quijote, pues primero era necesario hacer las hazañas y llegar a
alguna tan grande que alguien le diera la fama y fueran los propios
nobles y grandes caballeros los que le abriesen las puertas de sus
castillos. Y empezó a contar detalladamente, tal y como lo veía en sus
sueños, lo que pasaría, cómo les recibirían y serían atendidos...
Le
costaba poco a Sancho soñar cuando de su tema favorito se trataba, por
lo que también se explayó al respecto de lo que su amo le contaba que
habría de pasar... En fin, una divertida lectura en la que Don Quijote
se ve ya rey y Sancho noble, repartiéndose los honores:
Y aún
te sobra, dijo Don Quijote, y cuando no lo fueras, no hacía nada al
caso, porque siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza sin que la
compres ni me sirvas con nada, poruqe en haciéndote conde, cátate ahí
caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe que te han de llamar
señoría, mal que les pese.
Terminando el capítulo con una certera reflexión:
Quédese
eso del barbero a mi cargo, dijo Sancho, y al de vuestra merced se
quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde. Así será,
respondió Don Quijote.
¡Seguimos!