martes, 25 de junio de 2013
Vídeo en apoyo de "Plataforma Solidaria"
Un apoyo para Plataforma solidaria y Uniradio Jaen. Solo con ver el vídeo ayudamos a que consigan una nueva antena que consiga que lleguen a más oyentes. ¡Venga!
http://youtu.be/VbW0JxEJl6E
lunes, 24 de junio de 2013
¡Qué solos se quedan los vivos!. Crónica de una despedida (2)
Está rabioso con el destino que le ha tratado tan
mal, que le ha dejado sin su apoyo, sin
mamá, y teniendo que depender de nosotros casi para todo. Por ello durante todo
el viaje, llorando unas veces, riendo otras, emocionado siempre... no paró de
hablar de ella, de sus recuerdos, de sus ilusiones, de sus momentos compartidos.
Y yo escuchaba en silencio, compartiendo. Recordando cosas ya sabidas,
descubriendo otras, corroborando la certeza de ese amor, peculiar y a veces
aborrecible para mí (recordando la imagen de la mujer sumisa sometida al
esposo) y, al mismo tiempo, envidiando el no haberlo podido tener, sufriendo en
mí misma las consecuencias de una pareja rota.
Llegamos al
pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas
para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante,
cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”.
Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:
- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que
puedes, mira mucho por nosotros”.
Y rezó, moviendo los labios pero en silencio,
mirando sin ver en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos
apretadas a la reja.
Yo no podía
rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia
interfiere en una íntima escena de amor.
Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver
cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su
lazarillo.
Entramos de
nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino
al pueblo musitó:
- "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
Fuimos a ver
a los amigos que nos ofrecían albergue por esa noche. Inevitable hablar de
mamá. Era su pueblo, su gente. Cumpliendo su deseo de reposar en su tierra,
junto a sus padres, la llevamos allí. No habíamos vuelto desde ese día. El
pueblo entero que conoció la noticia estuvo allí. Su pueblo, su gente. También
nuestro por ser de ella. Sabiendo que cada saludo era a su vez una despedida.
Sabiendo que vendiendo la casa cortábamos todo vínculo. Pero la casa ya no
tiene sentido sin ella.
Pasamos a verla. Se lo pedí yo. No quise entrar y
verla vacía. Pero quería despedirme de "mi playiya”, donde tantas cosas se
guardan de mi adolescencia, de juegos
con mis hijos, de estancias plagadas de amorosos detalles en los que ella nos
preparaba aquellos platos que sabía que nos gustaban, en que me dejaba dormir
lo que quisiera y descargarme de tareas
Al día
siguiente, antes de las 9, hora de apertura del cementerio según constaba en el
tablón, estábamos de nuevo ante la verja, ya abierta de par en par. Guié a papá
ante la lápida y esta vez –quizás, si se dio cuenta, no lo entendió; aunque no
me pidió explicación- le dejé solo... Me aparté unos pasos recordando imágenes
de mamá y de ellos dos juntos, con el corazón oprimido por algo indefinible que
no quise manifestar para no incrementar su dolor.
– Tienes las manos frías.
Al no haber
contestación -“¿Está dormida?”-, pregunta. Y al responderle que sí, se levanta
y vuelve al cabo de un momento con una bata para taparla con un mimo y un cuidado que sólo el verdadero
cariño provoca…
Y así iniciamos
el viaje hacia donde nos esperaban el comprador y el notario: un pueblo
cercano donde papá vivió con sus padres
y hermanos hasta que “voló” para seguir su carrera y formó su nueva familia
cuando se casó. Yo, por el camino, solo escuchaba lo que él quería contar...
era "su" viaje, su despedida, su duelo. Iba dispuesta a retrasar el
regreso un día más para que pudiera descansar. Pero una vez terminados los
trámites quería volver "a casa" y retomamos el viaje de vuelta,
repleto una vez más de anécdotas de nuestra niñez, de su noviazgo, nuestros
nacimientos, de canciones que a ella le gustaban... de poemas que él le hizo y
que me quería cantar y recitar, pero que eran interrumpidos por los sollozos.
Cuando le
dejé en casa de mi hermana y mi cuñado -con quienes vive cotidianamente aunque pasa temporadas con nosotros- , y se fue a acostar
(después de besarme y darme las gracias), volví a mi casa. Nada pude repasar...
tal era el cansancio que sentía. Apenas comenté un par de cosas con mis hijos y
me fui a dormir.
Ha sido al
día siguiente, cuando escribí un boceto del relato, y ahora, en que he
necesitado este desahogo porque se encuentra mal y nos preocupa su estado,
cuando se me ha venido encima toda la carga emocional...
Pasado un tiempo le leí el esbozo: Se emocionó.
Quería que supiera que le quiero, y que llegado el momento de tener que decirle
adiós no pasara como con mi madre, a la que tantas cosas hubiera querido decir
y no pude.
Madrid, a 6 de Marzo de 2010.
El viaje se hizo en 2006. Murió en mi casa, dormido, justo en la misma fecha del escrito, dos años después. Pudo saber lo que le quería, con hechos y palabras, y eso me reconforta.
¡Qué solos se quedan los vivos!: Crónica de una despedida.(1)
Así titulé el escrito que dediqué a mi padre, del que integro un párrafo dentro del comentario a "La ridícula idea de no volver a verte", de Rosa Montero. Creo que es de honor compartirlo en su totalidad, imagino que por su extensión ocupará varias entradas. Pretendía ser un desahogo íntimo (muchas veces, escribir ayuda a expulsar sentimientos que te ahogan y que por diversos motivos no sabes expresar de otro modo). Así que aquí queda este homenaje a ti, papá. Allá donde estés, sigues aquí. Te quise y te quiero mucho.
Ahora las
arrugas lógicas del tiempo que se han acumulado por la vida, se han acelerado
notoriamente desde hace un año hasta esta parte. Desde que murió mamá: su
compañera desde hacía 59 años, su lazarillo y razón de vivir.
¡ Se fue tan inesperadamente!. El terrible atentado
en la estación de Atocha el día 21 de Marzo de 2004. La inconcebible masacre de
inocentes. El revuelo. La tensión por no saber de nosotros, los hijos que tomábamos ese tren, hasta bien
entrada la mañana…
Su corazón no resistió, y el día 23 de Marzo de
2004, sentada en su sillón del tresillo del cuarto de estar, frente a la tele,
con los pies en alto en su escabel, esperando la llegada de mi hermano soltero,
se quedó dormida para siempre. Papá, a su lado, en el sillón gemelo, escuchaba
más que veía el noticiario de las tres. No notó nada. No oyó nada. Simplemente
su corazón dejó de latir. Se fue y nos dejó ese enorme vacío de las despedidas
incompletas, la impotencia del hecho consumado sin posibilidad de vuelta atrás,
de las cosas que hubiéramos hecho o dicho y dejamos de hacer o decir porque
parece que siempre habrá tiempo, o simplemente porque la rutina cotidiana
obliga a pensar antes en cuestiones del día a día. Y te fuiste, mamá. Y el
vacío que dejaste fue enorme, enorme.
Recuerdo también el sentarnos a hacer los deberes
mientras él atendía papeles o leía el periódico para que pudiéramos preguntarle
cualquier duda. Invariablemente nos hacía recurrir a la enorme enciclopedia de
dos tomos, verde, que nos certificaba si lo explicado era correcto o qué más
podíamos aprender acerca de ello. Hermosa costumbre que los hijos hemos
mantenido con los nuestros, con sus nietos.
Tiene 78 años, y el pelo blanco, muy blanco. Los
ojos blanquecinos por la catarata que no vale la pena operar. Llegaron a
meterle en quirófano, pero una vez allí, y ya dormido, el oftalmólogo vio tan
dañados los ojos que no quiso tocarlo. Una prueba más en la vida, otra ilusión
perdida… ¡con lo que le costó tomar la decisión de operarse!. Cuenta que una
bomba en la guerra civil, cuando él tenía tan solo 10 años, explotó tan cerca
que le provocó un derrame.
Nunca quisieron hablar de ello. Retazos de conversaciones,
comentarios aquí y allá fueron reconstruyendo esa terrible época.
¡Dichosa guerra!. Ocho hermanos, siete varones y una chica, quedaron solos con su madre, casi en la calle. Hasta los colchones les quitaron. A la llegada de los “nacionales” (les había tocado en zona “roja”, sin saber por qué -como a tantos y tantos españoles que de repente eran enemigos de guerra por culpa de una imaginaria línea divisoria-, acusaron a su padre, mi abuelo, que aparece en la foto de boda de papá y mamá con un parecido impresionante a la apariencia que tiene su hijo ahora (cara diminuta de tan enjuta, rapado pelo blanco al estilo militar, erguido, esbelto aun a su edad y con una orgullosa sonrisa de dientes postizos -o sin dientes, quizás- y de hombre “bueno” en el sentido machadiano), le acusaron, digo, de no-sé-qué-historias por ser carabinero y acabó en la cárcel mientras que sus hijos y su mujer comían cáscara de patatas y guisos, naturalmente, sin aceite.
Anécdotas que la pátina del tiempo se encarga de suavizar y comentarios que ayudan a saber lo inmisericorde que puede llegar a ser una guerra. Recuerdo que un día mamá olvidó poner aceite en un guiso y papá le comentó: “Sabe igual que el que hacía mi madre”. Y entonces fue cuando se dio cuenta del ingrediente que faltaba, comentando luego: “claro, qué aceite iba a poner la pobre mía…”.
Nunca vio bien. Sus gafas de “culo de vaso” con
esos círculos concéntricos que hacían ver unos ojos diminutos en el centro, han ido con él siempre.
Así le recuerdo desde niña. La pérdida gradual de visión, el acercarse el papel
a la nariz para poder ver, lector impenitente, hasta que ya no pudo leer más.
Jamás en vida de mamá llegó a reconocer que no veía. Incluso ahora sigue
diciendo que ve. Sombras… pero que ve. No es cierto. No nos distingue a no ser
que le saludemos. Pero es una reacción muy propia de quien no quiere verse
desvalido, de quien no quiere molestar ni depender de los demás. Del ser
independiente, orgulloso y autosuficiente que ha sido siempre.
Desde
entonces todo su afán es cerrar capítulos. Completar todo lo que dejó preparado
para ella, para cuando él faltase (jamás pensó ni remotamente que ella se iría
antes que él) y pasarlo a sus hijos "tal y como ella hubiera
dispuesto".
Para solucionar esos asuntos, me pidió que le
acompañara. He ido de viaje con él. Dos días intensos, lunes y martes, en coche.
Íbamos a cerrar otro capítulo: la venta del piso en el pueblo donde tantos
recuerdos se han amontonado. Donde pasaban los meses “buenos”, de abril a
septiembre y donde íbamos invariablemente en las vacaciones de verano a pasar
unos días con nuestros hijos, sus nietos. Los muebles y enseres indispensables,
el mar, que se veía desde nuestro asiento en la mesa, y sobre todo, sus
cuidados, sus guisos… ¡Ya no tenía sentido sin ella!
Jamás había
hablado tanto con él, y sin embargo he sido, creo, la que más lo ha hecho. He
sentido siempre algo especial por él. Ya desde niña, cuando cruzaba la calle al
verle llegar, sin mirar, loca por abrazarle. Cuando tenía que regañarme por hacerlo
a pesar de su satisfacción y su ternura ante esa muestra de cariño. Este viaje
me ha dejado tal carga emocional que me pasé el miércoles llorando. Pero
agradezco la oportunidad de haberlo podido hacer. Mi padre, el bastión
familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde pequeña,
a quien he admirado, respetado y querido no por ser mi padre, no: por ser “persona”,
por su saber estar, por su ansia de saber, el respeto a la cultura, por su
sentido del deber, por su amor a mamá... por tantas y tantas cosas compartidas
con él cuando mamá cayó enferma tras el parto de mi hermano pequeño, cuando los
médicos no daban con lo que tenía y ella se debilitaba poco a poco pasando
tantas temporadas en el hospital que el "nene", como le llamábamos
los mayores, con su media lengua le decía cada vez que los veía salir : "Un
beso mamá, pero la maleta no la lleves ¿no?"
Cinco
hermanos. Yo, la segunda en orden de nacimiento y primera chica, tenía 9 años.
Papá me enseñó a cocinar (¡ay! esos despistes de las judías con chorizo sin
chorizo o esas patatas con carne sin refrito). Me ayudó en mis deberes
escolares (nunca quiso que dejáramos de estudiar) y en el hospital pidió a mamá
que le enseñara a hacer un festón y un ojal para que yo lo pudiera presentar en
mis deberes del Instituto. Aún guardo ese cuadernito de cartulina azul con
cuadritos de batista blanca envueltos en papel transparente donde lucen mis
vainicas simples y dobles, mis puntos de cruz, el festón ondulado y el ojal con
su correspondiente botón...
Recuerdo, al
levantarnos, los bocadillos preparados con esmero por papá antes de salir a su trabajo, en
riguroso orden de tamaño por edad, para que así supiéramos cada uno cuál era el
nuestro, cuidadosamente envueltos en papel de periódico. Las charlas y
comentarios durante la comida en la que, también por riguroso orden de edad,
cada uno contábamos nuestras anécdotas del día... El verle llorar detrás de cualquier
rincón, a escondidas, cuando pasaba algo ante lo que se veía impotente. Como
aquella vez que estuvimos a punto de provocar un incendio porque se retrasó –
del trabajo iba al hospital a estar con mamá- y hacía tanto frío que nos
atrevimos a intentar encender la estufa de leña sin haber abierto el tiro para
la salida de humos. Esas llamas ruidosas
y amenazadoras… Los cinco, de 3
a 13 años, aterrados. Salimos corriendo a buscar ayuda,
que nos dio el señor Julián, el amable portero.
Todo estaba bien ya cuando papá regresó. Pero
llorando y entre hipidos, hablando todos a la vez a su alrededor, desahogamos
nuestra terrible impresión. Cuando se fue el portero, nos quedamos en silencio,
sentados ante la tele, esperando. Sólo al verle aparecer volvieron las cosas a
su ser.
Fue un chico despierto en el colegio. La posguerra y la falta de recursos hacían imposible una mayor formación cultural. En todo tiempo fue autodidacta, lo que no impidió que, al poder entrar en el ejército gracias a la recomendación del curita del pueblo (su hermano el mayor, Antonio, murió en el exilio, y los dos siguientes vieron cerrado ese camino por ser “hijos de rojo”), pudiera ir ascendiendo como “chusquero”, es decir, por años de escalafón y tras los cursos en la Academia que correspondiese (que significaban temporadas ausente), los enormes listados aprendidos de memoria de ríos, montes, poblaciones, que le ayudábamos a repasar “tomándole examen”, los mapas mudos…
Y luego, el traslado, el cambio de destino
obligatorio entre los sitios vacantes hasta que se diera la posibilidad de
elegir. Todo esto, no impidió, decía, que enseñara a otros que hicieron la
“mili” con él. Así, nuestro “tito Oliva”, llamado así por ser personaje más
presente en nuestras vidas que nuestros propios tíos, aprendió a leer y los
conocimientos básicos suficientes para poder ascender y dedicarse también a la
carrera militar. Siempre orgulloso de ser amigo de papá, de ser nuestro “tito”
(mi primer regalo fue el suyo: un sonajero. Y aún mejor, el juego de pluma y
bolígrafo al terminar mi carrera y llevar a sus hijos al centro donde yo
enseñaba para presumir con orgullo de que fuera yo su profesora).
Más adelante pedían estudios oficiales para poder seguir
ascendiendo y, sin ningún reparo, hizo el Bachillerato elemental y luego el
superior apoyándose en nosotros, en nuestras explicaciones, compartiendo clases con niños y adolescentes.
Ahora,
ciego, se ve impotente, resuelto una vez más a no dejarse vencer ni verse
desvalido, pero con miedo. No quiere molestar, pero lo hace, se pone y nos pone
en riesgos.
Estando yo descargando el coche, sacando cosas del
maletero, papá pidió que le diera algún bulto, y mientras yo estaba terminando
de sacar otros, veo que echa a andar por la misma carretera, sin darse cuenta
de que un coche torcía la esquina.
- ¡Papá! , le grité asustadísima.
Dejé todo tal cual y me acerqué a él con la
intención de colocarle en la acera.
- ¡No hagas eso nunca más!, le reprendí como a un
niño.
- ¡A mí no me grites!, se revolvió. ¡No sé a quién crees que le hablas, con esos modos!
En un intento de distender la situación bromeando, le dije, sonriendo:
- ¡A quién me pareceré!
- ¡Pero tú eres una mujer! –respondió.
- ¡Vaya, hombre! ¿Y por ser mujer…?
Lo dejé así. Difícil cambiar convicciones de toda una vida y menos discutir sobre ellas en una situación semejante.
No se da cuenta de que con esa actitud no deja que le devolvamos la mitad de lo que por nosotros hizo. Y creo que le entiendo. Siendo lo que ha sido y viéndole como le veo comprendo perfectamente su rebelión. Estoy convencida de que no querría verme en su situación.
(Continúa)
miércoles, 19 de junio de 2013
Expresiones comentadas: 101- "Hacer los ojos chiribitas"
"Hacer
los ojos chiribitas"
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¿Alguien no ha oído o dicho en alguna ocasión una
expresión similar a: "Mírale, le hacen los ojos chiribitas"?
Como de costumbre, buscamos la ayuda de nuestro amigo el Diccionario de la RAE, y vemos:
chiribita .- En su significado 4. f. pl. coloq. Partículas que, vagando en el interior de los ojos, ofuscan la vista.
Como de costumbre, buscamos la ayuda de nuestro amigo el Diccionario de la RAE, y vemos:
chiribita .- En su significado 4. f. pl. coloq. Partículas que, vagando en el interior de los ojos, ofuscan la vista.
hacer, o hacerle, a alguien chiribitas los
ojos.
1.
locs. verbs. Ver, por efecto de un golpe y por breve
tiempo, multitud de chispas movibles delante de los ojos.
2.
locs. verbs.
Expresar en la mirada la ilusión de que algo deseado va a suceder pronto.
Y es que ante una emoción, los ojos se humedecen por
reacción natural. Entonces reflejan la luz y brillan como chispeando (sí, como
cuando lleve en pequeñas dosis o iluminándose con chispas).
Vemos en la definición que si el motivo es el enfado
usamos el echar chispas, como rescoldos en una hoguera, mientras que si
es motivado por una ilusión o alegría, es entonces cuando le hacen los ojos
chiribitas y se iluminan como minúsculos fuegos artificiales.
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1.
f. Partícula
encendida que salta de la lumbre, del hierro herido por el pedernal,
etc.
2.
f. Gota de
lluvia menuda y escasa.
3.
f.
Partícula de cualquier cosa. No le dieron ni una chispa de
pan. Saltó de la sartén una chispa de aceite.
4.
f. Porción
mínima de algo.
U. m. con neg. No corre una chispa de aire.
lunes, 17 de junio de 2013
Salón de lectura.- "La ridícula idea de no volver a verte"
“La ridícula idea de no
volver a verte”. Rosa Montero.
Prometí
a Rosa Montero, cuando la saludé en la Feria del Libro de Madrid, que comentaría
sus obras en Wikipedia. Yo era una más entre la multitud de fans que, estoy
segura, la saludan con alguna frase como: “yo soy fulanito-a que la saludé en…,
que la sigo en…” pretendiendo que ella (con la que llama su “memoria de
mosquito”) recuerde pormenorizadamente a tantos y tantos de quienes la
seguimos. Así la saludé yo, es inevitable:
-Yo soy
la lectora “anárquica” que comentó su “Lágrimas en la lluvia”.
-Ah,
sí, ¡qué gracia! –tuvo la amabilidad de comentar con una sonrisa mientras me
escribía una tierna dedicatoria en la que incluyó lo de "anárquica"...
Soy
consciente de que ella es UNA; yo, una más que intentaba con esa presentación salir
del anonimato para lograr una mayor cercanía. Innecesario; porque ella es
cercana, porque escribe tal y como es, y es tal y como escribe. Y aunque se
confiese tímida para referirse a sí misma en sus escritos, yo diría que en toda su obra está ella misma. No lo
puedo describir de otra forma.
Me
dedicó “El amor de mi vida”, que voy leyendo a retazos porque, como ella también
reconoce, me he acostumbrado al libro electrónico que tanto peso –literal- nos
quita. Y como, además, mis libros de “recreo” los leo de noche, en la cama,
antes de dormir; sin duda se agradece mucho más. Así que voy leyendo los capítulos…
bueno, eso lo dejo para cuando comente el libro.
El caso
es que soy de las que cumplo. Así que cuando quise ponerme a la tarea de hacer
los referidos comentarios, y aunque he leído casi todos sus libros, pensé que
el “casi” no valía y que era mejor empezar por el final, ya que tendré que
releer los conocidos – lo que sin duda será un placer- y leer los que por un
motivo u otro nunca han llegado a mis manos lectoras.
Y,
claro, para empezar por el final debía comenzar por éste.
Vale,
ya lo he leído. Y ahora ¿cómo empiezo su comentario?
Lo más
fácil es usar sus propias palabras:
“No todo es horrible en la muerte, aunque
parezca mentira (me asombro al escucharme decir esto).
Pero éste no es un
libro sobre la muerte.”
Y es
cierto: es un libro sobre el duelo, la ausencia, la difícil maniobra de
rellenar el increíble, profundo, abismal espacio que deja la muerte, esperada o
no. Es un libro sobre los vivos.
En una
ocasión, tras un viaje que hice con mi padre, recientemente viudo, tan afectado
por la súbita e inesperada muerte de mi madre dos días después del atentado de
Atocha (es decir, el 13-M del 2004), cuyos efectos provocaron un infarto masivo;
escribí –me desahogué- sobre lo que supuso para mí el viaje que hicimos él y yo
a Almería, al pueblecito donde ella nació y donde quería reposar con sus
padres, y escribo:
Llegamos
al pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas
para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante, cuando
llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”. Naturalmente,
la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:
-
" Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que puedes, mira mucho por
nosotros”.Y rezó, moviendo los labios pero en silencio, mirando sin ver (estaba ciego) en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos apretadas a la reja.
Yo no podía rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia interfiere en una íntima escena de amor.
Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su lazarillo.
Entramos de nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la
empinada cuesta de camino al pueblo musitó:
- "Dios mío, qué solos se quedan
los muertos".
- ¡Qué solos se quedan los vivos!, pensé
yo.
Por
otra parte hay una estupenda y laboriosamente trabajada biografía, un minucioso
análisis de una admirada figura de mujer, y unas pinceladas aquí y allá de un
alma en carne viva, de un dolor patente y latente que podemos comprender perfectamente
quienes hemos pasado -pasamos todavía (mi padre falleció hace un año)- por la pérdida
de alguien muy querido.
No quiero -en realidad es mejor
decir “no puedo”- comentar más. Si esto no te invita a leerlo, será que no es la
ocasión. Cuando llegue, sin duda te sentirás reflejado en ella.
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